3.6.13
Techo propio
"Ahora presten atención al siguiente slide:
también tenemos a la venta estos prácticos condominios valorizados en 4
millones de dólares cada uno, pero si los compran a través de una
empresa off-shore, o haciéndose un préstamo a ustedes mismos, o
colocando a sus suegras de 120 años de edad como testaferras, o con una
platita que les haya caído de una obra municipal y le suman quizá otra platita
que les haya llegado sola, se lo podemos dejar al módico precio de 3
millones y medio, y lo mejor es que para cuando la gente se dé cuenta
probablemente el delito ya habrá prescrito y ustedes puedan postular de
nuevo... Vamos, anímense, compren de una vez, no vayan a terminar
viviendo en una casa alquilada de propiedad de una tía que se haya dado a la fuga..."
2.6.13
Miseria

Mario Vargas Llosa y Alfredo Bullard o en qué se diferencia un liberal de un brontosaurio

¿Quieren saber la diferencia entre un liberal de
verdad, como Mario Vargas Llosa, y un usurpador del nombre, como
Alfredo Bullard? Basta con dos ejemplos de esta semana referidos al tema
de la educación.
Bullard dice:
"La educación pública limita el espacio del crecimiento de la educación privada, porque finalmente como la educación está subsidiando la oferta en lugar de subsidiar la demanda, que es el que va a demandar y exigir una mejor educación, que es el padre, subsidias la oferta y colocas el colegio público. Por supuesto, es una competencia desleal. Es una competencia desleal".
Aplausos. Según Bullard, la existencia de colegios y universidades estatales es una competencia desleal para los colegios y las universidades privadas. San Marcos es una competencia desleal para Alas Peruanas (deslealtad que empezó medio milenio antes de que Alas Peruanas fuera fundada). El colegio Guadalupe es una competencia desleal para el Markham (porque seguramente si no existiera el Guadalupe, todos esos chicos irían al Markham a pagar decenas de miles de dólares de matrícula y otros cuantos miles cada mes).
No se sorprenda si Bullard dice uno de estos días que la existencia de la Policía Nacional implica una competencia desleal para las empresas de guachimanes.
Pasemos a Vargas Llosa.
En Chile, la derecha cavernaria ha defenestrado de su cargo como director del Centro de Estudios Públicos --una institución de larga historia, promotora de incontables debates sobre temas de cultura, sociedad y educación en el país de sur-- al escritor Arturo Fontaine. Vargas Llosa afirma que el despido de Fontaine es una reacción de la derecha radical (él la llama "la derecha iliberal") contra ciertas ideas de Fontaine acerca de la educación privada en Chile. Vargas Llosa lo explica así:
"(Fontaine) piensa que la Universidad es una institución que no sólo prepara profesionales sino forma ciudadanos y personas y que por lo tanto requiere un régimen especial, y que no debería ser materia de lucro, porque, cuando lo es —cita al respecto abundantes estadísticas de Estados Unidos y de Brasil, dos países donde las universidades privadas con ánimo de lucro son lícitas—, incumple su función y suele preparar profesionales deficientes. No está contra las universidades privadas, ni mucho menos, a condición de que no distribuyan beneficios entre sus accionistas sino que los reinviertan enteramente en la propia institución, como hacen Harvard o Princeton. Pero la crítica que hace Fontaine a la situación universitaria chilena es la siguiente: que, en un país donde las leyes prohíben explícitamente que haya universidades privadas con ánimo de lucro, muchas instituciones hayan encontrado la manera de burlar la ley haciendo pingües negocios en este dominio".
Mientras que Bullard celebra que en el Perú haya cada vez más instituciones educativas privadas (pese a la "competencia desleal" de las públicas) sin preocuparse en lo más mínimo acerca del tema más relevante, es decir, la calidad de la educación, Vargas Llosa, en cambio -liberal de verdad, y persona culta- asume la realidad como punto de partida: en gran parte del planeta la educación pública es central y de notable nivel y probablemente es bueno que la privada, como piensa Fontaine, sólo exista en la medida en que el lucro no se convierta en su objetivo y acabe por pervertir la naturaleza que toda institución educativa debería tener.
Es más, Vargas Llosa cierra su artículo diciendo que, en caso de que la ley chilena fuera cambiada para permitir las universidades con fines de lucro, "estas empresas deberán funcionar como las otras, sin las prerrogativas de que gozan ahora todas las universidades". Es decir: si quieres competir con la educación estatal pero tu objetivo no es elevar el nivel de la educación sino hacer mucho dinero, entonces no tienes por qué ser tratado como se trata a las universidades sin fines de lucro: tienes que ser tratado como se trata a cualquier otro negociante.
¿Vargas Llosa promoviendo la competencia desleal del Estado? No. Es simplemente Vargas Llosa siendo una persona razonable, en contraste con la caverna ultra derechista.
Bullard dice:
"La educación pública limita el espacio del crecimiento de la educación privada, porque finalmente como la educación está subsidiando la oferta en lugar de subsidiar la demanda, que es el que va a demandar y exigir una mejor educación, que es el padre, subsidias la oferta y colocas el colegio público. Por supuesto, es una competencia desleal. Es una competencia desleal".
Aplausos. Según Bullard, la existencia de colegios y universidades estatales es una competencia desleal para los colegios y las universidades privadas. San Marcos es una competencia desleal para Alas Peruanas (deslealtad que empezó medio milenio antes de que Alas Peruanas fuera fundada). El colegio Guadalupe es una competencia desleal para el Markham (porque seguramente si no existiera el Guadalupe, todos esos chicos irían al Markham a pagar decenas de miles de dólares de matrícula y otros cuantos miles cada mes).
No se sorprenda si Bullard dice uno de estos días que la existencia de la Policía Nacional implica una competencia desleal para las empresas de guachimanes.
Pasemos a Vargas Llosa.
En Chile, la derecha cavernaria ha defenestrado de su cargo como director del Centro de Estudios Públicos --una institución de larga historia, promotora de incontables debates sobre temas de cultura, sociedad y educación en el país de sur-- al escritor Arturo Fontaine. Vargas Llosa afirma que el despido de Fontaine es una reacción de la derecha radical (él la llama "la derecha iliberal") contra ciertas ideas de Fontaine acerca de la educación privada en Chile. Vargas Llosa lo explica así:
"(Fontaine) piensa que la Universidad es una institución que no sólo prepara profesionales sino forma ciudadanos y personas y que por lo tanto requiere un régimen especial, y que no debería ser materia de lucro, porque, cuando lo es —cita al respecto abundantes estadísticas de Estados Unidos y de Brasil, dos países donde las universidades privadas con ánimo de lucro son lícitas—, incumple su función y suele preparar profesionales deficientes. No está contra las universidades privadas, ni mucho menos, a condición de que no distribuyan beneficios entre sus accionistas sino que los reinviertan enteramente en la propia institución, como hacen Harvard o Princeton. Pero la crítica que hace Fontaine a la situación universitaria chilena es la siguiente: que, en un país donde las leyes prohíben explícitamente que haya universidades privadas con ánimo de lucro, muchas instituciones hayan encontrado la manera de burlar la ley haciendo pingües negocios en este dominio".
Mientras que Bullard celebra que en el Perú haya cada vez más instituciones educativas privadas (pese a la "competencia desleal" de las públicas) sin preocuparse en lo más mínimo acerca del tema más relevante, es decir, la calidad de la educación, Vargas Llosa, en cambio -liberal de verdad, y persona culta- asume la realidad como punto de partida: en gran parte del planeta la educación pública es central y de notable nivel y probablemente es bueno que la privada, como piensa Fontaine, sólo exista en la medida en que el lucro no se convierta en su objetivo y acabe por pervertir la naturaleza que toda institución educativa debería tener.
Es más, Vargas Llosa cierra su artículo diciendo que, en caso de que la ley chilena fuera cambiada para permitir las universidades con fines de lucro, "estas empresas deberán funcionar como las otras, sin las prerrogativas de que gozan ahora todas las universidades". Es decir: si quieres competir con la educación estatal pero tu objetivo no es elevar el nivel de la educación sino hacer mucho dinero, entonces no tienes por qué ser tratado como se trata a las universidades sin fines de lucro: tienes que ser tratado como se trata a cualquier otro negociante.
¿Vargas Llosa promoviendo la competencia desleal del Estado? No. Es simplemente Vargas Llosa siendo una persona razonable, en contraste con la caverna ultra derechista.
1.6.13
La utopía de Bullard y Ferrero

Piensen en el libro. Me refiero al libro como objeto comercial. ¿Qué cosa hace que un libro sea más caro que otro? Hay, sin exagerar, decenas de respuestas posibles, y lo curioso es que cualquiera con la expectativa de que esas respuestas tengan alguna relación con el contenido del libro se va a llevar un fiasco: un libro en una librería es más caro que otro si es, por ejemplo, más grueso, si tiene más páginas, si tiene pasta dura, si tiene un papel más fino, si está impreso con mayor claridad, si está plastificado, si tiene portada de cuero, si es de un formato mayor, como un coffee table book, por ejemplo, etc.
¿Qué factores no tienen absolutamente nada que ver con el precio del libro? La calidad de su contenido, sus ideas, la información que transmite. Una novela buena cuesta lo mismo que una novela mala, un ejemplar de Harry Potter cuesta lo mismo que uno del Quijote, un libro de Beto Ortiz cuesta igual que un libro de Góngora, una guía de mapas cuesta igual que una Biblia y una Biblia cuesta igual que el Libro de Oro de Condorito. La última novela del último Premio Nobel cuesta igual que mi primera novela y mi primera novela (glup) cuesta igual (o menos) que una agenda con tapa de cuerina, lo cual quiere decir que el contenido es tan radicalmente secundario en lo que al precio del libro respecta, que, para establecer el precio de un libro, ni siquiera es necesario que ese contenido exista.
¿A qué viene todo esto y cómo es que recordarlo sirve para prevenirnos acerca de los males del mercado en el mundo de la cultura? Simple: el mercado no puede de ninguna manera ser por sí solo un elemento regulador positivo en el ámbito de la cultura, y ciertamente en el caso del libro, porque al mercado le interesa que los libros se vendan pero no le interesa qué libros se venden (y a la cultura sí, obvio). Y aquí me voy a permitir mi propia versión de la llamada reductio ad Hitlerum, que a muchos les parece siempre una falacia pero que a mí me parece muchas veces incontestable: si en un país X se venden doscientos mil ejemplares de Mein Kampf o se venden doscientos mil ejemplares de Las mil y una noches, eso, al mercado del país X, le es enteramente indiferente.
Si en el Perú del año 2020, por obra de algún extraño conjuro, la clase A multiplicara su compra de libros por 1000 y las clases C, D y E las redujeran hasta llegar al cero absoluto, la conclusión principal que el Ministerio de Economía obtendría de esa estadística es que el mercado del libro en el Perú se ha expandido y fortalecido, aunque, en la práctica, la enorme mayoría de los peruanos habría entrado en una especie de analfabetismo funcional. De la misma manera, si en el año 2020 todos los peruanos que hoy compran un libro de ciencias al año dejaran de comprar libros de ciencia pero empezaran a comprar diez ejemplares cada año de las memorias de Susy Díaz, el mercado, nuevamente, se habría expandido y estaría mejor que nunca.
¿Qué cosa no estaría mejor? Obviamente, la cultura peruana y la educación de los peruanos, es decir, lo que estaría peor es el Perú, pero el mercado sería absolutamente incapaz de decirnos eso, porque, repito, al mercado le interesa vender pero no le interesa qué es lo que vende, porque es ciego a los cotenidos.
Pero decir que es ciego, simplemente, no explica el problema por completo, porque el contenido de los libros, curiosamente, sí determina otra cosa que al mercado le interesa: el volumen de ventas que un determinado libro puede conseguir. En el mercado "ideal", mientras más best-sellers existan, mejor, porque eso acrecienta el volumen total del comercio, sobre todo si los best-sellers descubren nuevos públicos objetivos, como ocurre, por ejemplo, desde hace poco, con las novelas pornográficas para mujeres adolescentes, el mayor fenómeno del mercado librero mundial en el último par de años.
El mercado, entonces, no es completamente ciego a los contenidos: el mercado sabe, de hecho, que los libros de contenido pobre, los que no obligan a pensar, los que satisfacen una forma básica de morbo o un forma básica de aspiración (los libros de autoayuda) son especialmente vendedores. Si Flaubert vendiera más que Cincuenta sombras de Grey, el mercado fomentaría el descubrimiento de nuevos Flauberts; pero no es así: el mercado sabe que ciertos tipos de libro pésimo venden más que cualquier cosa, y eso es lo que ayuda a formentar.
Y ahí ya estamos en terreno Bullard-Ferrero. El primero dice que demasiada educación es mala para el mercado y el segundo dice que incluso el Estado debería fomentar la creación de productos culturales sólo si reproducen fórmulas comercialmente exitosas. Los bodrios que Ferrero propone serán siempre exitosos entre la gente que Bullard quiere, gente que no haya invertido demasiado tiempo en cosas banales como recibir una buena educación, gente abandonada por la sociedad y el Estado en su formación. Peor aun: gente a la cual la sociedad y el Estado hayan formado para ser devoradores de chatarra.
31.5.13
Y a ti quién te consume. Segunda parte.

Y además, preguntan, si Asu mare no se plantea a sí misma como el non plus ultra del séptimo arte, ¿por qué vengo yo a rasgarme las vestiduras en nombre del arte y la cultura? Ah, pues, se responden: porque soy un intelectual (esa cosa horrible) o porque soy alguien que desprecia el gusto de las mayorías, o porque soy una especie de peruano postizo, incapaz de comprender al pueblo, o sea, a los peruanos de verdad.
Vamos en orden. Sí, Estados Unidos, que fue el país de Ray Charles y The Doors, hoy es el país de los Jonas Brothers y Britney Spears. Sí, Estados Unidos, que fue el país de Orson Welles y Stanley Kubrick, hoy es el país de Todd Phillips y James Cameron. En efecto, Estados Unidos, habiendo sido el país de Herman Melville y William Faulkner, hoy es el país de Stephenie Meyer y Anne Rice, y aunque una vez fue el país de Hunter S. Thompson y Truman Capote, hoy es el país de Glenn Beck y Geraldo Rivera. Y todo eso parece hablar de una horrenda depresión en la cultura americana.
Pero sucede que el país de los Jonas Brothers y Britney Spears sigue siendo el país de Jack White, Bob Dylan y Wilco; el de Todd Phillips y James Cameron es todavía el de Jim Jarmusch, David Lynch y los hermanos Coen; el país de Stephenie Meyer y Anne Rice es el mismo donde escriben Jonathan Safran Foer, Philip Roth, Paul Auster y Cormac McCarthy, y el de Glenn Beck y Geraldo Rivera es el mismo de Joe Sacco y Joan Didion (y también el de Stephen Colbert y Jon Stewart).
La cultura americana tiene una amplitud tal que hace que su mercado pueda albergar sin problemas los productos más comerciales y los más intelectuales, los más populares y los más elitistas, los más simples y los más complejos, los más amarillistas y los más serios. Ese no es el caso en el Perú. Así de simple. En el Perú, los creadores y los vendedores de souvenirs se disputan los mismos espacios; los escritores más consagrados publican en las mismas colecciones que los escribidores más atrabiliarios (a un novelista peruano, una editorial le puede decir que no publicará su libro, aunque le parece muy bueno, porque ya tiene programada la próxima novela de la esposa de Jaime Bayly y ese es un negocio más seguro), los sociólogos y los antropólogos se pelean las columnas de opinión con cómicos y profesoras de buenos modales y los pintores y escultores más innovadores tienen que ofrecer su arte en los mismos eventos que los decoradores y los fabricantes de adornos.
De hecho, los escultores más celebrados y vendidos en el Perú de hoy son, literalmente, fabricantes de adornos, los pintores más atendidos por la prensa son dibujantes de afiches infantiles, los cantantes más exitosos han hecho una carrera escribiendo jingles para comerciales y el director más visto en la historia del cine peruano es un director de spots publicitarios. ¿Qué les dice eso sobre la situación actual de nuestra producción artística y cultural?
La precariedad de las artes en el Perú es tan notoria que bastaría con que desaparecieran cuatro o cinco individuos para que desaparecieran cuatro o cinco géneros artísticos. Hay artes que son especies en vías de extinción. Si ciertas tres bailarinas se luxaran un tobillo podrían desaparecer el ballet y la danza moderna en una semana; si Juan Diego Flórez decidiera no regresar cada cierto tiempo, la ópera dejaría de existir (la mantuvo viva con respirador, por décadas, la sola voluntad de Luis Alva); si el nombre de Mario Vargas Llosa fuera borrado de nuestras memorias por obra de algún ensalmo mágico, el 99% de los peruanos no tendría cómo mencionar a ningún novelista nacional. ¿Poetas vivos? Pídanle a un chico de colegio que les recite un verso y lo más probable es que les repita una estrofa de Gianmarco Zignago.
Por eso es absurdo y peligroso cuando uno escucha a un exministro como Alfredo Ferrero declarar, con esa alegría arrasadora que trae consigo la ignorancia, que el Estado debería promover el cine nacional copiando el ejemplo de Asu mare, es decir, produciendo bodrios populacheros y malhechos a partir de focus groups y estudios de mercado, manufactrando siempre sobre seguro, dándoles a los peruanos solamente, como querían Augusto Ferrando y Pocho Rospigliosi, "lo que le gusta a la gente", como si el rol del Estado fuera crear dinero hipnotizando al pueblo con la más notoria autocomplacencia y olvidar por completo su rol educativo y magisterial.
Porque el día que el Estado decida enseñarle a todos los peruanos que la mejor película es la que más vende, el mejor libro es el que más vende, el mejor cuadro es el que más vende, y que aquellos productos artísticos que no tienen éxito comercial no sirven para nada, ese día el Estado habrá terminado de condenar a los peruanos a ser para siempre el país culturalmente menesteroso en el que cada vez más nos estamos convirtiendo: un país donde nada vale si no se puede traducir en dinero y donde todo aquel artista o intelectual que quiere hacer un trabajo digno, creativo, innovador, original, al no alcanzar una audiencia de miles o millones, es un fracasado, un iluso o un inútil. Ya leímos esas columnas en los diarios donde se decía que Vallejo y Ribeyro eran lastres, ya vimos a alcaldes inaugurar ferias de libros declarando que ellos nunca leen libros, ya tenemos incluso escritores que afirman que leer un libro completo es tedioso. ¿Qué más queremos tener antes de declararnos en alerta roja?
En un país como Estados Unidos, con una gigantesca producción cultural, cuyas artes, en la práctica, son tan poderosas que gobiernan el circuito mundial de influencias estéticas casi sin disputa desde hace casi un siglo, y donde la economía es tan voluminosa que el mercado puede subdividirse infinitamente sin riesgo de desplazar a casi nadie, hay lugar para todo. Y en el Perú debería haber lugar para todo, también, pero, lamentablemente, la verdad es que en el Perú lo mal hecho y lo empobrecedor le está quitando espacio a lo bien hecho y enriquecedor, porque nuestro mercado es demasiado estrecho y es omnívoro y no hace diferencia alguna entre arte y entretenimiento, entre éxito comercial y éxito artístico, entre pasatiempo y cultura.
Esto que digo no implica, por supuesto, que no pueda haber arte entretenido, ni éxito comercial que no vaya de la mano del éxito artístico, ni cultura que no sea divertida: implica algo mucho más importante: que sólo a través de una educación sólida el arte puede ser consumido masivamente como algo satisfactorio y apasionante (porque el arte puede ser apasionante, y la gente es mejor cuando se apasiona por algo, y que alguien venga a decirme que Asu mare lo apasiona). Pero ya sabemos, porque Alfredo Bullard nos lo ha dicho, que quienes tienen la sartén por el mango consideran que demasiada educación es dañina.
Madeinusa y la Teta asustada y Días de Santiago y Dioses generaron polémicas sobre estética y sobre ideas porque despertaron pasiones en algunos sectores del país. Asu mare genera discusiones sobre márketing y negocios. El Perú no será un país exitoso cuando todo su cine se parezca a Asu mare, como quiere el señor Ferrero; lo será cuando películas como las de Llosa y Méndez y otros brillantes cineastas nacionales sean comprendidas y disfrutadas por más y más gente. No cuando se cierre esa posibilidad con propuestas intelectualmente derrotistas como las de Alfredo Ferrero y Alfredo Bullard (porque esos son los verdaderos derrotistas: los que creen que la batalla del pensamiento está perdida y que ahora sólo vale la batalla de las billeteras, no Ribeyro ni Vallejo que libraron la primera pelea a riesgo de condenarse en la segunda): seremos mejores cuando nos dé menos miedo pensar, cuando le perdamos el temor a los libros gordos, a las películas sin payasos y a las canciones sin estribillo.
Y, dicho sea de paso, cuando eso ocurra, tendremos mil veces más oportunidades de divertirnos con cosas que ni siquiera sospechábamos que pudieran ser divertidas, y no tendríamos que esperar la segunda parte de Asu mare para ser felices, y, oh maravilla, nuestro mercado editorial, nuestro mercado artístico, nuestro mercado cinematográfico se diversificarían y crecerían, cosa que, hasta donde entiendo, no le haría ningún mal al mercado y sí le haría mucho bien a los consumidores. La ley de la oferta y la demanda, que le dicen.
30.5.13
¿Y a ti quién te consume?
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Un típico callejón peruano, como sabemos. |
En su micro-columna de Perú 21, hecha de textos que parecen predigeridos para facilidad del lector haragán, Alfredo Ferrero (¿qué pasa con los Alfredos?) opina acerca del éxito de la película Asu mare y saca conclusiones que parecen implicar no sólo al cine sino a la vida humana en su conjunto, o al menos al mercado en su conjunto, que para Ferrero parecen ser la misma cosa.
Como muchos otros que de pronto han descubierto su afición al cine y ejercen subrepticiamente de comentaristas, Ferrero también elige hablar del éxito de la película, sin decir nada en absoluto sobre la película. Déjenme escapar de ese círculo haciendo constar mi opinión:
Asu mare es un bodrio, un budín, que podría con todo derecho reclamar un espacio en la tele un sábado por la noche (y elevaría el nivel de cualquier canal peruano), pero que, en su sitial actual como la película que más peruanos han visto en una sala de cine, resulta poco menos que una vergüenza.
Pertenece al subgénero más rascuacho de la comedia cinematográfica: la comedia de chistes, que no llega nunca más lejos que sus propios chascarrillos, el espectro de cuyas ideas parte de lo ramplón para llegar a lo sonso y cuya solidez como unidad narrativa se sostiene únicamente en el hecho de que las pantallas de cine no tienen puerta de escape y nada se puede chorrear por sus costados.
Si nadie o casi nadie recuerda el nombre de su director eso se debe a que la película parece no tener un director, sino sólo un equipo de productores, uno que, además, podría haberse presentado en el set para filmar Asu mare de la misma manera en que podría haber filmado un comercial de zapatillas, un spot de Promperú o un espidosio de Yo soy. De hecho, la película fue hecha con el mismo tipo de criterio: después de focus groups y evaluaciones de qué cosa es lo que la gente quiere ver y de qué manera el material de Alcántara podía prestarse a los proyectos de sus publicistas.
La película es graciosa estrictamente cuando el último chiste ha sido gracioso pero se vuelve plana, torpe y aburrida en cualquier otro instante. Para ser una narración extremadamente simple, tiene un absurdo exceso de elementos: la yuxtaposición de los monólogos de Alcántara en su rutina de stand up comedy y los episodios representados --que son más ilustraciones de chistes que flashbacks de verdad-- ya es bastante agotadora y facilista, pero parece no haber sido suficiente: se le añade además esa melcocha insoportable, entre nostálgica y melancólica, que el espectador escucha como voz en off: Alcántara rindiéndole inagotables homenajes a su madre, enterneciéndose de sí mismo para que todos nos enternezcamos con él y dando lecciones morales de inconfundible buen corazón, que no hacen sino contar por segunda o tercera vez lo que la película ya dijo antes. Para que todo quede bien clarito.
Por supuesto, la película es biográfica porque la rutina cómica de Alcántara es autobiográfica, y por ello daría la impresión de que es injusto criticar la historia narrada: si así pasó, así pasó. Pero no es verdad, pues. La vida de Alcántara es una sola pero puede contarse de mil maneras, y la manera en que la película elige contarla es entre lamentable e indignante: es la historia del éxito de un muchacho destinado al fracaso, pero su éxito no consiste simplemente en haber escapado a la cultura del vicio y la costumbre del camino más fácil: de la manera en que la historia está estructurada, el éxito real consiste en que un chico de un barrio pobre se case con una chica de un colegio rico, que un mestizo con pinta de blanco se case con una rubia del San Silvestre a la que sólo ha visto una vez en toda su vida y que sólo le llamó la atención, inicialmente, por eso, por ser una rubia del San Silvestre.
Me pueden objetar que qué tiene de malo que una película narre un ejemplo de movilidad social, en un país como el Perú, que pide a gritos movilidad social. La respuesta es que eso no tendría nada de malo si Asu mare no insistiera profusamente en ser una película moralizante de la manera más predecible que es posible imaginar: una película hecha de constantes moralejas, que en cada escena pretende dejar un mensaje social, y cuya última gran moraleja parece ser: ¿sabes cuándo puedes estar seguro de que ya la hiciste? Cuando te casas con una niña bien y te transladas a su mundo, aunque, claro, no vayas a olvidar tus raíces (que en el caso de esta pelñicula son un callejón criollazo multirracial que parece diseñado para un spot de Marca Perú).
Entonces viene Alfredo Ferrero y dice:
"El éxito taquillero de Asu mare, que ha roto todos los récords de asistencia en la historia del Perú, demuestra que el cine local requiere afinar sus productos a gusto de los consumidores y no en base a cuotas de pantalla".
Para despejar el terreno, diré una vez más que yo estoy en contra de las cuotas de pantalla, así como estoy en contra del proyecto de ley que pretende obligar a las radios a que el 30% de la música que transmitan sea música peruana. Y mi objeción es la de cualquiera que esté genuinamente interesado más en la cultura que en el consumo (dos cosas que Ferrero sería incapaz de diferenciar): ninguna ley nos puede obligar a consumir algo que no queremos consumir y ninguna cultura está obligada a construirse como si el éxito comercial fuera su objetivo.
Los cineastas peruanos no "requieren" hacer películas afinadas al "gusto de los consumidores", así como Vallejo ne necesitó hacer un focus group para escribir Poemas humanos y Vargas Llosa no hizo un estudio de mercado para escribir Conversación en La Catedral, cuando Conversación en La Catedral era un libro insólito que no podía estar afinado al "gusto del consumidor" peruano por el simple hecho de que nadie había escrito un libro así jamás antes en el Perú ni en el mundo hispano en general. Y no sé si Alfredo Ferrero se siente en la capacidad de decirle a Vallejo cómo debió escribir, ni creo que Alfredo Ferrero tenga nada que enseñarle a Vargas Llosa, ni sobre cómo hacer literatura ni sobre cómo alcanzar el éxito.
Pero cientos de miles de peruanos han leído Conversación en La Catedral y probablemente millones de peruanos han leído y aprendido poemas de Vallejo, y no importa lo que el ejército de columnistas funestos de la prensa nacional diga, los peruanos están mejor porque esas personas escribieron esos textos sin preguntarse si serían éxitos comerciales y ahora esos textos son parte de nuestra cultura: la cultura no se expande mediante estudios de mercado; la expande la audacia de los creadores, no la minúscula visión de los "creativos" de agencia publicitaria. El "consumidor" ideal no sólo consume las cosas que le ponen en frente: hay además algo dentro de él que se va consumiendo cuando esas cosas son constantemente tonterías sin valor y sin fondo: los productos culturales que no nos ensanchan, indefectiblemente nos estrechan.
Dice Ferrero, pretendiendo explicar el fenómeno de Asu mare: "Cuando el producto tiene capacidad de convocatoria, se vende y la publicidad se acerca", olvidando el detalle de que el éxito de Asu mare no tiene tanto que ver con la publicidad que se haya acercado después, sino con la publicidad que se hizo antes. De hecho, la peculiaridad más evidente de Asu mare no es siquiera la de haber sido un producto comercial "bien manejado" desde el punto de vista publicitario sino el de ser un producto publicitario en sí mismo: hecho por creativos publicitarios, filmado con los códigos del spot y la estética del comercial telvisivo, escrito y dirigido a partir de estudios de mercado. Asu mare no tiene una campaña publicitaria: es una campaña publicitaria. Asu mare no cuenta una historia: vende la historia de Carlos Alcántara.
Más divertido es cuando Ferrero pontifica acerca de las razones del éxito de la película, porque lo que hace es un ejemplo perfecto de razonamiento circular: "Esta película ha roto el mito de que hay un complot contra los productos nacionales", dice primero, como el policía incompetente que muestra a un hombre libre y declara que su existencia prueba que nunca nadie ha sido secuestrado. De inmediato anota que, simplemente, los filmes nacionales "se difunden cuando son buenos", con lo cual no sólo afirma que Asu mare es una buena película, sin haber dado hasta ese momento otra razón que el éxito que ha obtenido, sino que hace una cosa inmensamente más asombrosa: afirma que básicamente todas las demás películas peruanas son malas, porque, si hubieran sido buenas, hubieran tenido el éxito de Asu mare.
En la escala de Ferrero, que es la escala del gusto comercial peruano, Condorito es mejor Kafka. No debemos olvidar eso, porque ese dato nos da la clave de cómo debemos tomar sus opiniones.
Luego, Ferrero recurre al truco de la sabiduría popular: "Además, el consumidor sabe lo que le gusta, aquí también funciona la oferta y la demanda". El círculo queda claro: según Ferrero, lo bueno tiene éxito, lo que tiene éxito lo tiene porque le gusta a la gente, por lo tanto, lo que le gusta a la gente es necesariamente bueno. Por supuesto, uno puede argumentar que a "la gente", en el Perú, también le gustan otras cosas, como hacer trampa, violar la ley, comprar productos piratas, no entregar factura, coimear policías, votar por expresidentes asesinos, pedir la libertar de delincuentes que han cometido delitos contra la humanidad, celebrar la pendejada de todos los pendejos, etc. ¿Cuál es exactamente el ensalmo misterioso que hace que esa misma gente sepa decidir con invariable acierto qué cosa es una buena película y qué cosa no?
Quiero hacer una pregunta (la pregunta que ningún falso liberal quiere jamás responder y que a los publicistas se les atora en el tímpano cuando la escuchan): si la gente siempre sabe y nunca se equivoca, si cada triunfo comercial es un plebiscito inapelable sobre la calidad del producto que se vende: ¿entonces para qué sirve la publicidad? ¿No será que los publicistas piensan que pueden engañar a los consumidores y hacerles comprar un producto cuando el mejor es otro o, quizás, cuando lo mejor es simplemente no comprar? Por supuesto que así es: la publicidad es la forma en que el mercado ha institucionalizado el arte de engañar. Y el último gran engaño de la publicidad peruana es hacerle creer al público de Asu mare que Asu mare es una película y no un largo e innecesario comercial televisivo en pantalla gigante. Pensar que antes la gente calculaba llegar al cine cuando hubieran terminado los comerciales.
"Incluso en su estreno, Asu mare tuvo más espectadores que la saga Crepúsculo, la cual era líder en todo el país", dice Ferrero, que en sólo un párrafo se las arregla para proponer dos o tres ideas y regalarnos los mejores contraejemplos, porque, como es evidente, si Asu mare tuvo el éxito que tuvo "incluso en su estreno", eso no podía de ninguna manera deberse a que la pelícual fuera buena, sino a que la campaña era efectiva.
Como hace notar Iván Thays, lo más atroz del artículo de Ferrero viene al final, cuando, quizá tratando de demostrar que él no es un neo-con a rajatabla ni uno de esos seres que la izquierda llama "neoliberales salvajes", propone: "esto no impide que el Estado tenga una política de promoción de la cultura, del artista nacional y de lo nuestro".
Gracias, pero no gracias, señor Ferrero. Por supuesto que el Estado debe tener políticas de promoción cultural, pero si el Estado parte de la estúpida idea de que sólo lo que el público demanda es bueno y que cualquier cosa que tenga éxito es positiva, entonces corremos el riesgo de que el Estado comience a promover basura, exterminando lo poco que queda de las artes y las letras y la intelectualidad en el Perú.
¿Qué músicos debería promover el Estado? Obviamente la Orquesta Sinfónica Nacional no pega tanto como Susy Díaz. ¿Y en danza? Cualquier imitador de los Wachiturros será preferible al Ballet Nacional. ¿Qué cursos habrá que dictar en los colegios? Matemáticas ya fue, creo yo. ¿Qué libros adquirir para la Biblioteca Nacional? Con 50 sombras de Grey basta y sobra. Ah perdón, eso no es peruano: entonces nada, pues. Porque, en el Perú, un país con niveles de lectoría y comprensión de lectura comparables con los del África subsahariana, la voz del pueblo ya habló: leer no es bueno. ¡Si al menos eso nos salvara de leer a Alfredo Ferrero!
Como muchos otros que de pronto han descubierto su afición al cine y ejercen subrepticiamente de comentaristas, Ferrero también elige hablar del éxito de la película, sin decir nada en absoluto sobre la película. Déjenme escapar de ese círculo haciendo constar mi opinión:
Asu mare es un bodrio, un budín, que podría con todo derecho reclamar un espacio en la tele un sábado por la noche (y elevaría el nivel de cualquier canal peruano), pero que, en su sitial actual como la película que más peruanos han visto en una sala de cine, resulta poco menos que una vergüenza.
Pertenece al subgénero más rascuacho de la comedia cinematográfica: la comedia de chistes, que no llega nunca más lejos que sus propios chascarrillos, el espectro de cuyas ideas parte de lo ramplón para llegar a lo sonso y cuya solidez como unidad narrativa se sostiene únicamente en el hecho de que las pantallas de cine no tienen puerta de escape y nada se puede chorrear por sus costados.
Si nadie o casi nadie recuerda el nombre de su director eso se debe a que la película parece no tener un director, sino sólo un equipo de productores, uno que, además, podría haberse presentado en el set para filmar Asu mare de la misma manera en que podría haber filmado un comercial de zapatillas, un spot de Promperú o un espidosio de Yo soy. De hecho, la película fue hecha con el mismo tipo de criterio: después de focus groups y evaluaciones de qué cosa es lo que la gente quiere ver y de qué manera el material de Alcántara podía prestarse a los proyectos de sus publicistas.
La película es graciosa estrictamente cuando el último chiste ha sido gracioso pero se vuelve plana, torpe y aburrida en cualquier otro instante. Para ser una narración extremadamente simple, tiene un absurdo exceso de elementos: la yuxtaposición de los monólogos de Alcántara en su rutina de stand up comedy y los episodios representados --que son más ilustraciones de chistes que flashbacks de verdad-- ya es bastante agotadora y facilista, pero parece no haber sido suficiente: se le añade además esa melcocha insoportable, entre nostálgica y melancólica, que el espectador escucha como voz en off: Alcántara rindiéndole inagotables homenajes a su madre, enterneciéndose de sí mismo para que todos nos enternezcamos con él y dando lecciones morales de inconfundible buen corazón, que no hacen sino contar por segunda o tercera vez lo que la película ya dijo antes. Para que todo quede bien clarito.
Por supuesto, la película es biográfica porque la rutina cómica de Alcántara es autobiográfica, y por ello daría la impresión de que es injusto criticar la historia narrada: si así pasó, así pasó. Pero no es verdad, pues. La vida de Alcántara es una sola pero puede contarse de mil maneras, y la manera en que la película elige contarla es entre lamentable e indignante: es la historia del éxito de un muchacho destinado al fracaso, pero su éxito no consiste simplemente en haber escapado a la cultura del vicio y la costumbre del camino más fácil: de la manera en que la historia está estructurada, el éxito real consiste en que un chico de un barrio pobre se case con una chica de un colegio rico, que un mestizo con pinta de blanco se case con una rubia del San Silvestre a la que sólo ha visto una vez en toda su vida y que sólo le llamó la atención, inicialmente, por eso, por ser una rubia del San Silvestre.
Me pueden objetar que qué tiene de malo que una película narre un ejemplo de movilidad social, en un país como el Perú, que pide a gritos movilidad social. La respuesta es que eso no tendría nada de malo si Asu mare no insistiera profusamente en ser una película moralizante de la manera más predecible que es posible imaginar: una película hecha de constantes moralejas, que en cada escena pretende dejar un mensaje social, y cuya última gran moraleja parece ser: ¿sabes cuándo puedes estar seguro de que ya la hiciste? Cuando te casas con una niña bien y te transladas a su mundo, aunque, claro, no vayas a olvidar tus raíces (que en el caso de esta pelñicula son un callejón criollazo multirracial que parece diseñado para un spot de Marca Perú).
Entonces viene Alfredo Ferrero y dice:
"El éxito taquillero de Asu mare, que ha roto todos los récords de asistencia en la historia del Perú, demuestra que el cine local requiere afinar sus productos a gusto de los consumidores y no en base a cuotas de pantalla".
Para despejar el terreno, diré una vez más que yo estoy en contra de las cuotas de pantalla, así como estoy en contra del proyecto de ley que pretende obligar a las radios a que el 30% de la música que transmitan sea música peruana. Y mi objeción es la de cualquiera que esté genuinamente interesado más en la cultura que en el consumo (dos cosas que Ferrero sería incapaz de diferenciar): ninguna ley nos puede obligar a consumir algo que no queremos consumir y ninguna cultura está obligada a construirse como si el éxito comercial fuera su objetivo.
Los cineastas peruanos no "requieren" hacer películas afinadas al "gusto de los consumidores", así como Vallejo ne necesitó hacer un focus group para escribir Poemas humanos y Vargas Llosa no hizo un estudio de mercado para escribir Conversación en La Catedral, cuando Conversación en La Catedral era un libro insólito que no podía estar afinado al "gusto del consumidor" peruano por el simple hecho de que nadie había escrito un libro así jamás antes en el Perú ni en el mundo hispano en general. Y no sé si Alfredo Ferrero se siente en la capacidad de decirle a Vallejo cómo debió escribir, ni creo que Alfredo Ferrero tenga nada que enseñarle a Vargas Llosa, ni sobre cómo hacer literatura ni sobre cómo alcanzar el éxito.
Pero cientos de miles de peruanos han leído Conversación en La Catedral y probablemente millones de peruanos han leído y aprendido poemas de Vallejo, y no importa lo que el ejército de columnistas funestos de la prensa nacional diga, los peruanos están mejor porque esas personas escribieron esos textos sin preguntarse si serían éxitos comerciales y ahora esos textos son parte de nuestra cultura: la cultura no se expande mediante estudios de mercado; la expande la audacia de los creadores, no la minúscula visión de los "creativos" de agencia publicitaria. El "consumidor" ideal no sólo consume las cosas que le ponen en frente: hay además algo dentro de él que se va consumiendo cuando esas cosas son constantemente tonterías sin valor y sin fondo: los productos culturales que no nos ensanchan, indefectiblemente nos estrechan.
Dice Ferrero, pretendiendo explicar el fenómeno de Asu mare: "Cuando el producto tiene capacidad de convocatoria, se vende y la publicidad se acerca", olvidando el detalle de que el éxito de Asu mare no tiene tanto que ver con la publicidad que se haya acercado después, sino con la publicidad que se hizo antes. De hecho, la peculiaridad más evidente de Asu mare no es siquiera la de haber sido un producto comercial "bien manejado" desde el punto de vista publicitario sino el de ser un producto publicitario en sí mismo: hecho por creativos publicitarios, filmado con los códigos del spot y la estética del comercial telvisivo, escrito y dirigido a partir de estudios de mercado. Asu mare no tiene una campaña publicitaria: es una campaña publicitaria. Asu mare no cuenta una historia: vende la historia de Carlos Alcántara.
Más divertido es cuando Ferrero pontifica acerca de las razones del éxito de la película, porque lo que hace es un ejemplo perfecto de razonamiento circular: "Esta película ha roto el mito de que hay un complot contra los productos nacionales", dice primero, como el policía incompetente que muestra a un hombre libre y declara que su existencia prueba que nunca nadie ha sido secuestrado. De inmediato anota que, simplemente, los filmes nacionales "se difunden cuando son buenos", con lo cual no sólo afirma que Asu mare es una buena película, sin haber dado hasta ese momento otra razón que el éxito que ha obtenido, sino que hace una cosa inmensamente más asombrosa: afirma que básicamente todas las demás películas peruanas son malas, porque, si hubieran sido buenas, hubieran tenido el éxito de Asu mare.
En la escala de Ferrero, que es la escala del gusto comercial peruano, Condorito es mejor Kafka. No debemos olvidar eso, porque ese dato nos da la clave de cómo debemos tomar sus opiniones.
Luego, Ferrero recurre al truco de la sabiduría popular: "Además, el consumidor sabe lo que le gusta, aquí también funciona la oferta y la demanda". El círculo queda claro: según Ferrero, lo bueno tiene éxito, lo que tiene éxito lo tiene porque le gusta a la gente, por lo tanto, lo que le gusta a la gente es necesariamente bueno. Por supuesto, uno puede argumentar que a "la gente", en el Perú, también le gustan otras cosas, como hacer trampa, violar la ley, comprar productos piratas, no entregar factura, coimear policías, votar por expresidentes asesinos, pedir la libertar de delincuentes que han cometido delitos contra la humanidad, celebrar la pendejada de todos los pendejos, etc. ¿Cuál es exactamente el ensalmo misterioso que hace que esa misma gente sepa decidir con invariable acierto qué cosa es una buena película y qué cosa no?
Quiero hacer una pregunta (la pregunta que ningún falso liberal quiere jamás responder y que a los publicistas se les atora en el tímpano cuando la escuchan): si la gente siempre sabe y nunca se equivoca, si cada triunfo comercial es un plebiscito inapelable sobre la calidad del producto que se vende: ¿entonces para qué sirve la publicidad? ¿No será que los publicistas piensan que pueden engañar a los consumidores y hacerles comprar un producto cuando el mejor es otro o, quizás, cuando lo mejor es simplemente no comprar? Por supuesto que así es: la publicidad es la forma en que el mercado ha institucionalizado el arte de engañar. Y el último gran engaño de la publicidad peruana es hacerle creer al público de Asu mare que Asu mare es una película y no un largo e innecesario comercial televisivo en pantalla gigante. Pensar que antes la gente calculaba llegar al cine cuando hubieran terminado los comerciales.
"Incluso en su estreno, Asu mare tuvo más espectadores que la saga Crepúsculo, la cual era líder en todo el país", dice Ferrero, que en sólo un párrafo se las arregla para proponer dos o tres ideas y regalarnos los mejores contraejemplos, porque, como es evidente, si Asu mare tuvo el éxito que tuvo "incluso en su estreno", eso no podía de ninguna manera deberse a que la pelícual fuera buena, sino a que la campaña era efectiva.
Como hace notar Iván Thays, lo más atroz del artículo de Ferrero viene al final, cuando, quizá tratando de demostrar que él no es un neo-con a rajatabla ni uno de esos seres que la izquierda llama "neoliberales salvajes", propone: "esto no impide que el Estado tenga una política de promoción de la cultura, del artista nacional y de lo nuestro".
Gracias, pero no gracias, señor Ferrero. Por supuesto que el Estado debe tener políticas de promoción cultural, pero si el Estado parte de la estúpida idea de que sólo lo que el público demanda es bueno y que cualquier cosa que tenga éxito es positiva, entonces corremos el riesgo de que el Estado comience a promover basura, exterminando lo poco que queda de las artes y las letras y la intelectualidad en el Perú.
¿Qué músicos debería promover el Estado? Obviamente la Orquesta Sinfónica Nacional no pega tanto como Susy Díaz. ¿Y en danza? Cualquier imitador de los Wachiturros será preferible al Ballet Nacional. ¿Qué cursos habrá que dictar en los colegios? Matemáticas ya fue, creo yo. ¿Qué libros adquirir para la Biblioteca Nacional? Con 50 sombras de Grey basta y sobra. Ah perdón, eso no es peruano: entonces nada, pues. Porque, en el Perú, un país con niveles de lectoría y comprensión de lectura comparables con los del África subsahariana, la voz del pueblo ya habló: leer no es bueno. ¡Si al menos eso nos salvara de leer a Alfredo Ferrero!
25.5.13
País de ventrílocuos: sobre la ley de la comida chatarra

5.5.13
El escritor que no lee

Y Suárez Vértiz, en efecto, anuncia para la próxima Feria del Libro de Lima el lanzamiento de su primera obra. Sobra decir que no he leído el libro y que por tanto nada puedo opinar sobre él. Si tiene algún parecido con las columnas que publica en la revista Somos, sospecho que tampoco después de que sea publicado tendré cómo opinar, porque probablemente no lo lea.
Lo que sí he leído, un poco a destiempo, son las cosas que ha escrito en su cuenta de Facebook a propósito de su ingreso en el mundo de la escritura:
"Ojalá tengan la paciencia que yo no tengo para leer. Siempre he picoteado los libros porque no puedo mantener la concentración por más de 4 páginas, quizás así lo haga, como un libro para distraídos como yo. No me ha ido mal obteniendo lo esencial de los libros pellizcándolos por partes sin el tedio de leerlos de cabo a rabo. Voy a pensar mucho en la gente como yo para poder brindar un libro cómodo, aportador y sobretodo espontáneo, que creo es lo que todos esperan".
Pedro Suárez Vértiz sin duda va a ser un personaje original en el mundo de los escritores. Porque en ese mundo hay unos que viven de leerse fanáticamente a sí mismos y a sus amigos más próximos, otros que leen sólo a escritores contemporáneos, otros que leen únicamente a los clásicos, otros más que releen mil veces a un puñado de autores queridos y no buscan nunca nada nuevo, otros que leen lo que no les gusta (para destruirlo), otros tantos que leen por mera diversión, unos que leen para sufrir, otros que leen nada más lo que alguien les recomienda, muchos que leen tan sólo lo que anda de moda, pocos que leen exclusivamente libros que hayan pasado de moda, otros que agotan todos los libros de un autor antes de pasar a uno más, algunos que leen diez libros a la vez, omnímodamente, vorazmente, otros que leen lo que se parece a lo que ellos escriben, unos que leen sólo lo que no se parece a ellos en lo más mínimo, varios que leen para copiar y otros que leen para decir que leyeron.
Pero Pedro Suárez Vértiz va a ser el primero que no lee. O que no lee nunca más de cuatro páginas, y que sin embargo cree que, en virtud de no se sabe qué poder mágico, entiende lo esencial de los libros con solo pasar sus manos por encima de ellos y fijar la vista en dos o tres párrafos. Va a ser el primer escritor en decir, como ha dicho, que, en general, leer es tedioso.
Hace poco tuvimos a un alcalde de Trujillo, rector universitario, inaugurando una Feria del Libro con un anuncio semejante: "yo nunca leo libros". Ahora, nos espera una nueva feria en la que el autor estrella parece defender el arte de la no-lectura. Quienes deberían promover la lectura parecen menospreciarla o ser incapaces de entender su importancia. Las instituciones que organizan estos eventos, por su parte, cada cierto tiempo opinan acerca de la muerte del libro en su lucha contra el libro electrónico o contra las tablets o contra los blogs o contra la costumbre de los posts de las redes sociales.
Pero la verdad es que ninguna de esas cosas está matando al libro, y sobre todo, ninguna de esas cosas está matando la lectura (que es un fenómeno mayor y más relevante). La lectura no muere cuando se encuentran nuevos soportes para hacerla llegar al lector: la lectura muere cuando los libros (y sus sucedáneos) no se abren, cuando se dice específicamente que no hace falta leer para triunfar en la vida. Y sobre todo cuando se dice que no hace falta leer ni siquiera para escribir.
JAVIER DIEZ CANSECO, EL DEMONIO Y SU MÉTODO
In memoriam
Una vez, sería por el año 1998, fui a comer con unos amigos al Agua
Viva, ese restaurant de monjitas que hay en el Centro de Lima y que
ahora Cipriani quiere desaparecer. Íbamos siempre porque estaba cerca de
El Comercio, donde trabajábamos, porque se comía bien y porque las
monjitas, vestidas con trajes tradicionales de sus países de origen
(eran africanas, la mayoría, algunas asiáticas), resultaban realmente
encantadoras.Todo era siempre muy pacífico, un poquito monacal, y por eso fue doblemente insólito el momento, esa tarde, en que una mujer, en una mesa cercana, comenzó a dar de gritos, gritos ahogados, pero gritos, rasguñando el mantel y poniéndose de pie con dificultad. Luego vimos que, detrás de la mujer, estaba Javier Diez Canseco, dándole unos golpes brutales por la espalda.
Alguien se paró para detener al agresor (en la imaginación de buena parte de los limeños, Javier Diez Canseco era el demonio y siempre era el agresor). Antes de que el valeroso voluntario pudiera poner sus manos sobre Diez Canseco, una esquirla de hueso de pollo salió volando por entre los labios de la mujer en dirección a la mesa. Ella se volteó hacia Diez Canseco y, apenas pudo hablar de nuevo, le dio las gracias con efusividad. Al parecer, él no era ningún experto en la maniobra Heimlich, pero se las arregló para salvarle la vida a su compañera de mesa.
Cuando yo era chico, los adultos de mi mundo detestaban a Javier Diez Canseco. Los asustaba, les daba un poco de miedo, a veces bastante. En las últimas dos o tres elecciones legislativas, varias de esas personas votaron por él. No es sólo que ellos crecieron con el tiempo y sus horizontes se abrieron; es que la imagen de él creció dentro de esas personas, más aun cuando lo compararon con esos políticos atrabiliarios e impresentables que se multiplicaron en los últimos veinte años. No era tampoco que de pronto ellos se hubieran vuelto comunistas o radicales: es que se dieron cuenta de que, aunque no les cuadraran mucho los métodos de Diez Canseco, sus intenciones eran las mejores, y eso no era poco.
Yo nunca llegué a votar por Javier Diez Canseco, pero siempre me pareció bien que estuviera en el Congreso y en la esfera pública, incluso en esos tiempos cuando era el demonio encarnado: al lado de los demonios de verdad, que vinieron después, y que resultaron, además, ser unos demonios viles de opereta, quedó claro que Diez Canseco no era más que un simple ser humano, consciente, solidario, coherente, que sentía amor por los más pobres, una de esas personas que faltan en nuestra política y que a partir de hoy faltarán mucho, mucho más.
23.4.13
Llámenme comunista
El primer gobierno que recuerdo, aunque lo recuerdo a pedacitos, imágenes vistas en la tele, filas de generales que parecían porteros de hotel rodeando a otro general que parecía periodista deportivo y frases dichas en quechua al principio y al final de cada noticiario, es el gobierno de Velasco.
Como solía ocurrir con las familias de ese tiempo, con las familias que yo conocía, por lo menos, la mía estaba sobresaltada por algo que tenía que ver con que el gobierno iba a robarnos no sé que tierras (que no teníamos) para dárselas a otras personas que sólo tenían en común con nosotros el hecho de que tampoco tenían tierras, pero que, a difrencia de nosotros, vivían y trabajaban en esas tierras que no tenían, a cambio de lo que todo el mundo (en mi mundo) llamaba "un trato humano", algo que, por algún motivo, parecía no ser suficiente para esas personas. Por cierto, teníamos un par de tíos a los que sí les habían quitado tierras pero ellos, curiosamente, hablaban más de fútbol que de ese otro tema y después montaron una industria y parece que todo bien.
A Velasco le decían comunista y, por supuesto, yo le decía comunista a él y, en general, a toda la gente que me caía mal, que era medio mundo. Algo así como lo que hace Aldo Mariátegui sólo que yo tenía seis o siete años y tengo la excusa, por lo tanto de haber sido un niño y no un adulto infantil (toma, mientras). El asunto cambió con el gobierno siguiente, que fue una cosa menos abstracta para mí, más entendible, primero que todo porque ya no era tan chico (tenía ocho años cuando comenzó), y también porque tenía un vecino de mi edad que me llevaba a ver jugar tenis a su abuelito y resulta que el abuelito era el general Morales Bermúdez, presidente de la República, contra quien jugué una vez una partida de dobles. (Gané: fue el único partido de tenis de mi vida: 1-0).
Cuando pasé a secundaria, vinieron las elecciones para la Asamblea Constituyente (Morales Bermúdez resultó ser un general golpista del sector de los golpistas demócratas) y durante esa campaña apareció un elenco interminable de individuos de los que yo jamás había escuchado hablar, excepto por Luis Alberto Sánchez, Luis Bedoya Reyes y Víctor Raúl Haya de la Torre (¡miércoles, acabo de recordar que mi abuelita era aprista!), pero que todos los adultos parecían conocer de toda la vida. Entre ellos, una vez más, estaban los malditos comunistas.
En secundaria la cosa no cambió mucho: jugábamos a la guerra (colegio de hombres) y los malos eran los comunistas, como en las películas de la Guerra Fría, pero los buenos eran los alemanes, lo que implica no sólo un anacronismo, sino también la comprobación de que los niños tienen en general un sistema de valores bien hasta las patas. Cuando jugábamos fútbol, los malos eran la Unión Soviética, obviamente, y los buenos, otra vez, los alemanes, pero ahí sí la cosa tenía más sentido.
El gran cambio (no es ironía) vino en la universidad, un mundo extraño donde a los comunistas uno los llamaba comunistas en sus caras peladas y no se ofendían los desgraciados. Para hacer las cosas todavía peores, me hice amigo de varios. Para hacer las cosas peores, conservo la amistad de todos. Cuando entré a la Católica todavía era pepecista (el Tucán era divertido, ésa era la razón más consistente) pero ya para cuando salí alguna bacteria extraña me había intoxicado y noté, como quien se encuentra un bulto en la nuca, que me estaba volviendo de izquierda.
Por supuesto, nunca he sido comunista, excepto en mi sentido libre personal de la palabra comunista, que yo hago derivar no de comuna sino de sentido común. Imagino que eso es lo que Aldo Mariátegui, cuando está creativo y no quiere usar el término comunista, llama ser un caviar: alguien que se descubre de pronto a la izquierda por tres razones: (1) por sentido común; (2) porque la mayor parte de los demás se han corrido en masa hacia la derecha; y (3) porque, maldita sea, parece que ahora hay que ser de izquierda para tener un mínimo de solidaridad y cariño por el prójimo.
Porque -díganme si no es verdad- es puro sentido común pensar que un país construido sobre la base de un imperio despótico, belicoso, usurpador y esclavista, como fue el imperio incaico, y después sobre la base de otro imperio despótico, belicoso, usurpador y esclavista, como lo fue el imperio español, y construido además sobre la base de un periodo colonial inhumano y criminal y sobre la herencia que ese periodo dejó en la república, un país en que, todavía en el siglo veinte, se sujetaba a los indígenas en la selva, con gruesas cadenas enmarañadas al cuello y al pecho, para que trabajaran en la explotación de los recursos naturales que otros encontraban en los lugares donde ellos vivían, un país donde, hoy, en el siglo veintiuno, se sigue considerando que los habitantes de un lugar no tienen derecho a opinar acerca de cómo el gobierno vende, regala, da en concesión o reparte caprichosamente las tierras que han sido de ellos durante siglos, díganme, repito, si no es puro sentido común pensar que ya hace rato ha llegado la hora de que seamos solidarios con esa gente, los tratemos en verdad como iguales a los demás, invirtamos el dinero del Estado en garantizar que tengan en la realidad las cosas que la Constitución les garantiza sobre el papel, en fin, que todos los peruanos seamos peruanos de la misma manera.
Y si para ser considerado caviar o ser considerado, incluso, un comunista, basta, en el Perú de hoy, con pensar que todos deben tener los mismos accesos y las mismas posibilidades que yo, los mismos derechos, las mismas libertades, las mismas obligaciones, entonces no hay problema, llámenme así o llámenme como quieran. Porque yo sé que mi posición es la correcta: es moralmente correcta, que es algo más importante que ser correcta como posición política: de hecho, ni siquiera hay que asumir una misma posición política para creer que es lo correcto, moralmente. Sólo hay dos requisitos para asumir esa verdad: hay que tener sentido común y hay que tener el corazón en el lado correcto del pecho. Es fácil: hay que dejarse de vivir como una mónada y hay que dejarse de ser hipócritas y egoístas.
Como solía ocurrir con las familias de ese tiempo, con las familias que yo conocía, por lo menos, la mía estaba sobresaltada por algo que tenía que ver con que el gobierno iba a robarnos no sé que tierras (que no teníamos) para dárselas a otras personas que sólo tenían en común con nosotros el hecho de que tampoco tenían tierras, pero que, a difrencia de nosotros, vivían y trabajaban en esas tierras que no tenían, a cambio de lo que todo el mundo (en mi mundo) llamaba "un trato humano", algo que, por algún motivo, parecía no ser suficiente para esas personas. Por cierto, teníamos un par de tíos a los que sí les habían quitado tierras pero ellos, curiosamente, hablaban más de fútbol que de ese otro tema y después montaron una industria y parece que todo bien.
A Velasco le decían comunista y, por supuesto, yo le decía comunista a él y, en general, a toda la gente que me caía mal, que era medio mundo. Algo así como lo que hace Aldo Mariátegui sólo que yo tenía seis o siete años y tengo la excusa, por lo tanto de haber sido un niño y no un adulto infantil (toma, mientras). El asunto cambió con el gobierno siguiente, que fue una cosa menos abstracta para mí, más entendible, primero que todo porque ya no era tan chico (tenía ocho años cuando comenzó), y también porque tenía un vecino de mi edad que me llevaba a ver jugar tenis a su abuelito y resulta que el abuelito era el general Morales Bermúdez, presidente de la República, contra quien jugué una vez una partida de dobles. (Gané: fue el único partido de tenis de mi vida: 1-0).
Cuando pasé a secundaria, vinieron las elecciones para la Asamblea Constituyente (Morales Bermúdez resultó ser un general golpista del sector de los golpistas demócratas) y durante esa campaña apareció un elenco interminable de individuos de los que yo jamás había escuchado hablar, excepto por Luis Alberto Sánchez, Luis Bedoya Reyes y Víctor Raúl Haya de la Torre (¡miércoles, acabo de recordar que mi abuelita era aprista!), pero que todos los adultos parecían conocer de toda la vida. Entre ellos, una vez más, estaban los malditos comunistas.
En secundaria la cosa no cambió mucho: jugábamos a la guerra (colegio de hombres) y los malos eran los comunistas, como en las películas de la Guerra Fría, pero los buenos eran los alemanes, lo que implica no sólo un anacronismo, sino también la comprobación de que los niños tienen en general un sistema de valores bien hasta las patas. Cuando jugábamos fútbol, los malos eran la Unión Soviética, obviamente, y los buenos, otra vez, los alemanes, pero ahí sí la cosa tenía más sentido.
El gran cambio (no es ironía) vino en la universidad, un mundo extraño donde a los comunistas uno los llamaba comunistas en sus caras peladas y no se ofendían los desgraciados. Para hacer las cosas todavía peores, me hice amigo de varios. Para hacer las cosas peores, conservo la amistad de todos. Cuando entré a la Católica todavía era pepecista (el Tucán era divertido, ésa era la razón más consistente) pero ya para cuando salí alguna bacteria extraña me había intoxicado y noté, como quien se encuentra un bulto en la nuca, que me estaba volviendo de izquierda.
Por supuesto, nunca he sido comunista, excepto en mi sentido libre personal de la palabra comunista, que yo hago derivar no de comuna sino de sentido común. Imagino que eso es lo que Aldo Mariátegui, cuando está creativo y no quiere usar el término comunista, llama ser un caviar: alguien que se descubre de pronto a la izquierda por tres razones: (1) por sentido común; (2) porque la mayor parte de los demás se han corrido en masa hacia la derecha; y (3) porque, maldita sea, parece que ahora hay que ser de izquierda para tener un mínimo de solidaridad y cariño por el prójimo.
Porque -díganme si no es verdad- es puro sentido común pensar que un país construido sobre la base de un imperio despótico, belicoso, usurpador y esclavista, como fue el imperio incaico, y después sobre la base de otro imperio despótico, belicoso, usurpador y esclavista, como lo fue el imperio español, y construido además sobre la base de un periodo colonial inhumano y criminal y sobre la herencia que ese periodo dejó en la república, un país en que, todavía en el siglo veinte, se sujetaba a los indígenas en la selva, con gruesas cadenas enmarañadas al cuello y al pecho, para que trabajaran en la explotación de los recursos naturales que otros encontraban en los lugares donde ellos vivían, un país donde, hoy, en el siglo veintiuno, se sigue considerando que los habitantes de un lugar no tienen derecho a opinar acerca de cómo el gobierno vende, regala, da en concesión o reparte caprichosamente las tierras que han sido de ellos durante siglos, díganme, repito, si no es puro sentido común pensar que ya hace rato ha llegado la hora de que seamos solidarios con esa gente, los tratemos en verdad como iguales a los demás, invirtamos el dinero del Estado en garantizar que tengan en la realidad las cosas que la Constitución les garantiza sobre el papel, en fin, que todos los peruanos seamos peruanos de la misma manera.
Y si para ser considerado caviar o ser considerado, incluso, un comunista, basta, en el Perú de hoy, con pensar que todos deben tener los mismos accesos y las mismas posibilidades que yo, los mismos derechos, las mismas libertades, las mismas obligaciones, entonces no hay problema, llámenme así o llámenme como quieran. Porque yo sé que mi posición es la correcta: es moralmente correcta, que es algo más importante que ser correcta como posición política: de hecho, ni siquiera hay que asumir una misma posición política para creer que es lo correcto, moralmente. Sólo hay dos requisitos para asumir esa verdad: hay que tener sentido común y hay que tener el corazón en el lado correcto del pecho. Es fácil: hay que dejarse de vivir como una mónada y hay que dejarse de ser hipócritas y egoístas.
15.4.13
¡Asu mare!

En el Perú, la Cámara Peruana del Libro, presidida por el dueño de la misma librería que hace poco ofreció descuentos en libros de autoayuda y novelas de amor por el día de la mujer, anuncia quién será la estrella de la FIL Lima 2013. Se trata de Pedrito Suárez Vértiz. Pero no desesperen: estoy seguro de que tienen alguna otra estrella guardada bajo la manga. Probablemente un cocinero. Hoy que el decano de la prensa nacional saluda en su editorial el resurgimiento del cine peruano gracias al éxito de ¡Asu mare!, la cultura peruana tiene, obviamente, muchas razones para celebrar.
11.4.13
Sobre la posible candidatura de Nadine Heredia
19.3.13
¿Y a usted, quién la viste?

Les respondí, siempre, que eso no era verdad, que la alcaldesa Villarán había hecho una serie de cosas, pero que antes de hacerlas había tenido que poner en orden la cueva de ladrones que era la Municipalidad de Lima a la salida de Luis Castañeda. También les dije que el argumento era estadísticamente falso y que ya varios habían probado que el volumen de obras públicas de Villarán en sus primeros dos años era perfectamente comparable con el de sus antecesores y en varios casos superior.
Entonces, invariablemente, vino la réplica, la misma réplica en todos los casos: "Bueno, eso puede ser cierto, pero no lo ha sabido comunicar".
El argumento coincide con la forma en que juzgan a Villarán muchos que han votado en favor de ella, desde la izquierda y en los niveles socioeconómicos altos. Se dice que ha hecho tantas cosas como cualquier otro alcalde pero "ha sido torpe en las formas", "mete la pata en los detalles", "no se ha sabido vender", "tiene pésimos asesores de imagen", "no les saca el jugo a sus obras".
Tal parece que hemos estado a punto de expulsar de su cargo como alcaldesa de Lima a Susana Villarán porque "no ha sabido decirnos" algo que ya la mayoría de nosotros sabemos. Como si las elecciones fueran un programa de concurso y nuestra función fuera expulsar del juego a los que no nos canten la canción como queremos escucharla.
Hemos llegado a un extremo de banalidad alucinante. No nos importan las obras de los servidores públicos sino su envoltorio. No nos interesan los discursos políticos sino los comerciales de televisión y los videos virales y los memes que han reemplazado a esos discursos. Nos importa un pepino saber quién es el ideólogo de un partido pero nos interesa mucho saber quién es su publicista. El elector peruano es como uno de esos reporteros de la alfombra roja en la entrega del Oscar, que no les preguntan a las actrices por su trabajo pero sí les preguntan qué diseñador les hizo el vestido.
Aunque no llegamos a sacar de su cargo a Villarán, sí la hemos convertido en una alcaldesa sin mayoría propia y quizás sin siquiera concejales que estén de su lado. Es el resultado nada trivial de un proceso electoral enteramente trivial.
12.3.13
El próximo papa

11.3.13
No estamos obligados a ser cómplices
De muchas maneras los peruanos hemos permitido que el país caiga en manos de criminales. Más de una vez hemos puesto delincuentes en el poder, les hemos dado la presidencia de la república y asientos en el Congreso, en asambleas constituyentes, en ministerios, en el mando de institutos armados.
Hemos visto crecer la criminalidad y hemos permitido que se multipliquen los delincuentes entre los policías destinados a perseguir el delito, entre los jueces destinados a castigarlo, entre los periodistas que deberían denunciarlo. Hemos premiado la reincidencia en el crimen con más y más poder para los criminales, hemos pedido la liberación de homicidas y rateros y hemos mirado hacia otra parte cuando los han dejado salir.
Es cada vez más larga la lista de los politicos peruanos de quienes se sabe fehacientemente que son corruptos y a quienes, sin embargo, se considera exitosos: si alguna vez la corrupción pasó de ser un defecto a ser un minúsculo gaje del oficio, ahora los peruanos parecemos creer que ser corrupto es un deber de todo personaje público: nuestras nóminas de candidatos parecen bandas callejeras, sólo reelegimos en el cargo a los que robaron lo suficiente para montar su siguiente campaña.
Luego nos sorprendemos de tener una sociedad insegura, violenta, donde la delincuencia se multiplica ante la mirada de todos. Nos parece una injusticia del destino que no se pueda salir del banco sin temer un atraco, entrar en una notaría sin temer un asalto, mandar a un niño al colegio sin temer un secuestro. ¿Por qué nos pasa esto a nosotros, que nunca hemos transado con el delito y nunca hemos justificado un crimen?
No tenemos ni la menor idea. De hecho, estamos convencidos de que nuestras decisiones políticas nada tienen que ver con la profusión de nuestra delincuencia. Hemos creado una clase política cuyo circuito natural va del Congreso y la Plaza de Armas a Lurigancho y Barbadillo; creemos que esa clase política es la que debe vigilar la paz de la república y no somos capaces de darnos cuenta de la contradicción que hay entre esas dos ideas.
Y ahora estamos decididos a pervertir incluso más nuestra democracia: vamos a legitimar el truco, la trampa y el descaro de la criollada siguiéndole el juego a esa masa de vendedores de sebo de culebra que impulsa la revocación de la alcaldesa de Lima. Queremos creer que expulsamos a Villarán porque no trabajó lo suficiente o porque su gente no supo informar sobre sus obras o porque uno o dos proyectos fueron manejados menos que idealmente.
Eso es mentira. Los que quieren sacar a Villarán, los que activamente promueven la revocatoria, lo hacen porque Villarán es un elemento extraño en la esfera política peruana: una autoridad electa de quien no se conoce antecedente alguno de corrupción y que no parece dispuesta a acumular un prontuario policial, porque no se presta al pacto del otorongo que no come otorongo: quieren sacar a Villarán porque es un obstáculo entre ellos y el botín más veces repartido de nuestra historia, que es el tesoro público, mucho más ahora que el dinero es mucho, las licitaciones se multiplican y los ceros se acumulan.
¿Qué cosa están dispuestos a hacer para retomar su conexión con el botín que se les fue de las manos? Burlarse de la voluntad popular recurriendo a un mecanismo que nunca debió ponerse a su disposición. Más limeños quieren hoy que Susana Villarán sea alcaldesa de Lima que el día en que fue electa. Villarán está a punto de convertirse en la primera figura central de la política peruana que pierde su cargo antes de tiempo "democráticamente" tras ser electa para ese cargo democráticamente. Y nuestra democracia se va a quedar para siempre en el limbo de esas comillas: no será más que una "democracia".
Por supuesto, quienes voten por revocar a la alcaldesa pueden lavarse las manos y la conciencia diciendo que lo hacen en nombre de la eficacia administrativa. Pero no es verdad. Sabemos que Villarán ha hecho en dos años más de lo que el alcalde Castañeda hizo en ese mismo tiempo al inicio de su primer periodo. También sabemos cuál es la verdadera diferencia entre Castañeda y Villarán, y sabemos que no es una diferencia ejecutiva sino una diferencia moral. Sólo falta decir claramente si nos importan las diferencias morales o no.
Pero háganme un favor: si nos empeñamos en expulsar del poder a los que están del lado de la justicia, no nos sorprendamos el día en que quedemos completamente cercados por criminales. Nadie nos llevó a la fuerza hacia ese callejón: el callejón lo fuimos construyendo nosotros, piedra por piedra.
Hemos visto crecer la criminalidad y hemos permitido que se multipliquen los delincuentes entre los policías destinados a perseguir el delito, entre los jueces destinados a castigarlo, entre los periodistas que deberían denunciarlo. Hemos premiado la reincidencia en el crimen con más y más poder para los criminales, hemos pedido la liberación de homicidas y rateros y hemos mirado hacia otra parte cuando los han dejado salir.
Es cada vez más larga la lista de los politicos peruanos de quienes se sabe fehacientemente que son corruptos y a quienes, sin embargo, se considera exitosos: si alguna vez la corrupción pasó de ser un defecto a ser un minúsculo gaje del oficio, ahora los peruanos parecemos creer que ser corrupto es un deber de todo personaje público: nuestras nóminas de candidatos parecen bandas callejeras, sólo reelegimos en el cargo a los que robaron lo suficiente para montar su siguiente campaña.
Luego nos sorprendemos de tener una sociedad insegura, violenta, donde la delincuencia se multiplica ante la mirada de todos. Nos parece una injusticia del destino que no se pueda salir del banco sin temer un atraco, entrar en una notaría sin temer un asalto, mandar a un niño al colegio sin temer un secuestro. ¿Por qué nos pasa esto a nosotros, que nunca hemos transado con el delito y nunca hemos justificado un crimen?
No tenemos ni la menor idea. De hecho, estamos convencidos de que nuestras decisiones políticas nada tienen que ver con la profusión de nuestra delincuencia. Hemos creado una clase política cuyo circuito natural va del Congreso y la Plaza de Armas a Lurigancho y Barbadillo; creemos que esa clase política es la que debe vigilar la paz de la república y no somos capaces de darnos cuenta de la contradicción que hay entre esas dos ideas.
Y ahora estamos decididos a pervertir incluso más nuestra democracia: vamos a legitimar el truco, la trampa y el descaro de la criollada siguiéndole el juego a esa masa de vendedores de sebo de culebra que impulsa la revocación de la alcaldesa de Lima. Queremos creer que expulsamos a Villarán porque no trabajó lo suficiente o porque su gente no supo informar sobre sus obras o porque uno o dos proyectos fueron manejados menos que idealmente.
Eso es mentira. Los que quieren sacar a Villarán, los que activamente promueven la revocatoria, lo hacen porque Villarán es un elemento extraño en la esfera política peruana: una autoridad electa de quien no se conoce antecedente alguno de corrupción y que no parece dispuesta a acumular un prontuario policial, porque no se presta al pacto del otorongo que no come otorongo: quieren sacar a Villarán porque es un obstáculo entre ellos y el botín más veces repartido de nuestra historia, que es el tesoro público, mucho más ahora que el dinero es mucho, las licitaciones se multiplican y los ceros se acumulan.
¿Qué cosa están dispuestos a hacer para retomar su conexión con el botín que se les fue de las manos? Burlarse de la voluntad popular recurriendo a un mecanismo que nunca debió ponerse a su disposición. Más limeños quieren hoy que Susana Villarán sea alcaldesa de Lima que el día en que fue electa. Villarán está a punto de convertirse en la primera figura central de la política peruana que pierde su cargo antes de tiempo "democráticamente" tras ser electa para ese cargo democráticamente. Y nuestra democracia se va a quedar para siempre en el limbo de esas comillas: no será más que una "democracia".
Por supuesto, quienes voten por revocar a la alcaldesa pueden lavarse las manos y la conciencia diciendo que lo hacen en nombre de la eficacia administrativa. Pero no es verdad. Sabemos que Villarán ha hecho en dos años más de lo que el alcalde Castañeda hizo en ese mismo tiempo al inicio de su primer periodo. También sabemos cuál es la verdadera diferencia entre Castañeda y Villarán, y sabemos que no es una diferencia ejecutiva sino una diferencia moral. Sólo falta decir claramente si nos importan las diferencias morales o no.
Pero háganme un favor: si nos empeñamos en expulsar del poder a los que están del lado de la justicia, no nos sorprendamos el día en que quedemos completamente cercados por criminales. Nadie nos llevó a la fuerza hacia ese callejón: el callejón lo fuimos construyendo nosotros, piedra por piedra.
8.3.13
20% de descuento en el día de la mujer
Fue el día de la mujer y los administradores de la cadena de librerías Crisol descubrieron que la mejor manera de marcar la fecha en el calendario era poner en oferta, para todas sus clientes, con un 20% de descuento, las novelitas rosa y los libros de autoayuda.
Yo estuve, por supuesto, entre quienes criticaron la tontería simbólica del mensaje, el hecho de que Crisol ofertara para las mujeres los más banales de sus libros y no los mejores. La librería pudo hacer muchas otras cosas; entre ellas, como me comentó una amiga, hacer el descuento para todos sus libros a cualquier compradora mujer, y la cosa hubiera pasado sin problema.
Obviamente, hay una cantidad significativa de mujeres que se sintieron ofendidas por la celebración comercial de Crisol, por el hecho de que la librería conmemorara el día de la mujer pensando en la ella exclusivamente de dos maneras: la mujer como lectora trivial y la mujer como cliente potencial.
La mayor parte de las protestas se dirigieron al primer rasgo: el estereotipo de la mujer como lectora de banalidades. No sé si es muy seguro (para mi salud física y mental) decir lo que voy a decir, pero cabe hacer una precisión: Crisol no es una empresa a la deriva, sin instinto comercial, que se deje llevar por lugares comunes en desmedro del negocio. Todo lo contrario: Crisol vio la oportunidad de vender a un segmento de sus clientes un producto que ese segmento consume numerosamente.
Es decir, Crisol no ha inventado una engañosa realidad paralela en el que las novelas de amor y las novelas de erotismo blando y los romances burgueses y toda la llamada chick-lit son consumidos mayoritariamente por mujeres: Crisol quiso aprovecharse de ese dato, que es un dato real, manejado por editoriales, distribuidoras y librerías en todo el planeta.
La mayor parte de esa literatura es, desde su origen, escrita, publicada y promovida para lectoras mujeres, y eso no es una novedad de nuestro tiempo, sino la prolongación de un dato real en la historia de buena parte de la literatura desde hace siglos. Del mismo modo, un porcentaje gigantesco de los libros de autoayuda que se escriben y publican en el mundo es hecho específicamente para lectoras mujeres, así como otro porcentaje es hecho para hombres, o para adolescentes, o para padres y madres primerizos, etc.
El hecho problemático con una campaña como la de Crisol no es que quiera inventar un estereotipo ni que crea ciegamente en un estereotipo falso, sino que no tiene ningún empacho en promover entre las mujeres la lectura de cierto tipo de libro fatuo, mediante ofertas especiales lanzadas en una fecha crucial para la mujer, como si la afición de muchas mujeres por esos libros mereciera un premio que no merecen las mujeres que consumen otro tipo de literatura.
Y ese es un punto que vale la pena subrayar. No puedo hablar por campos fuera de la literatura, pero dentro del terreno de la literatura, por siglos, las mujeres con acceso a cierto tipo de educación han sido el público mayoritario: las lectoras de novelas de caballerías, las lectoras que hablaban lenguas romances pero no latín y cuya existencia propició innumerables traducciones al final de la Edad Media y principios del Renacimiento, las mismas que permitieron el florecimiento de las literaturas europeas en lenguas vernáculas, las lectoras de literatura cortesana, que se convirtieron luego en las lectoras del Quijote, las lectoras de novelas románticas, las lectoras de la poesía modernista en el mundo hispano, las lectoras de Victor Hugo, las lectoras de Madame Bovary, las lectoras de Oscar Wilde.
Un dato curioso: el libro de bolsillo tal como lo conocemos hoy, es popular sobre todo desde el siglo dieciséis en Europa, y su popularidad original se debió a que la masa de lectoras mujeres, que no leían en gabinetes ni en bibliotecas ni en salas de universidades, sino en casa o en el camino a la iglesia o en cualquier ambiente que les fuera ocasionalmente propicio, no podían manejar los grandes y pesados volúmenes que los hombres almacenaban en sus estanterías, porque las mujeres leían muchísimo, pero no tenían espacios reservados para la lectura.
Hace unos años, un estudio en Estados Unidos, Inglaterra y Canada determinó que sólo el 20% de los lectores de ficción eran hombres, y el 80% eran mujeres. Es muy posible que la proporción sea similar en el resto del mundo. Hace unos diez años, Ian McEwan, el novelista inglés, se paró en una calle a regalar ejemplares de novelas. Regaló treinta, a quienes se acercaron a recibirlos. Casi todas esas personas fueron mujeres. McEwan escribió en ese tiempo que el día que las mujeres dejaran de leer novelas el género desaparecería. Escritores y lectores hombres, como yo, haríamos bien en comprender que, en cuanto a la literatura respecta, somos apenas invitados minoritarios en un universo de consumo femenino.
La miopía de Crisol, y de gran parte de la industria del libro, a decir verdad, no es la de creer que las mujeres no son las lectoras mayoritarias de novelitas de amor y libros de autoayuda (lamentablemente sí lo son, así como los hombres son los consumidores mayoritarios de pornografía o del estúpido género de la literatura conspiracional). Su miopía es no darse cuenta de que la mujer, que ya fue un motor indispensable a lo largo de toda la historia de la industria librera, puede seguir siéndolo sin necesidad de condescendencias ni menosprecios: una cosa que las editoriales y las librerías deberían hacer para asegurarlo es, en vez de premiar la banalidad de unas, animar a todas a leer más aun, cruzando las fronteras genéricas en vez de encasillarlas en espacios confinados. De paso, así se evitarían el odio y la ira de sus clientes más lúcidas.
Yo estuve, por supuesto, entre quienes criticaron la tontería simbólica del mensaje, el hecho de que Crisol ofertara para las mujeres los más banales de sus libros y no los mejores. La librería pudo hacer muchas otras cosas; entre ellas, como me comentó una amiga, hacer el descuento para todos sus libros a cualquier compradora mujer, y la cosa hubiera pasado sin problema.
Obviamente, hay una cantidad significativa de mujeres que se sintieron ofendidas por la celebración comercial de Crisol, por el hecho de que la librería conmemorara el día de la mujer pensando en la ella exclusivamente de dos maneras: la mujer como lectora trivial y la mujer como cliente potencial.
La mayor parte de las protestas se dirigieron al primer rasgo: el estereotipo de la mujer como lectora de banalidades. No sé si es muy seguro (para mi salud física y mental) decir lo que voy a decir, pero cabe hacer una precisión: Crisol no es una empresa a la deriva, sin instinto comercial, que se deje llevar por lugares comunes en desmedro del negocio. Todo lo contrario: Crisol vio la oportunidad de vender a un segmento de sus clientes un producto que ese segmento consume numerosamente.
Es decir, Crisol no ha inventado una engañosa realidad paralela en el que las novelas de amor y las novelas de erotismo blando y los romances burgueses y toda la llamada chick-lit son consumidos mayoritariamente por mujeres: Crisol quiso aprovecharse de ese dato, que es un dato real, manejado por editoriales, distribuidoras y librerías en todo el planeta.
La mayor parte de esa literatura es, desde su origen, escrita, publicada y promovida para lectoras mujeres, y eso no es una novedad de nuestro tiempo, sino la prolongación de un dato real en la historia de buena parte de la literatura desde hace siglos. Del mismo modo, un porcentaje gigantesco de los libros de autoayuda que se escriben y publican en el mundo es hecho específicamente para lectoras mujeres, así como otro porcentaje es hecho para hombres, o para adolescentes, o para padres y madres primerizos, etc.
El hecho problemático con una campaña como la de Crisol no es que quiera inventar un estereotipo ni que crea ciegamente en un estereotipo falso, sino que no tiene ningún empacho en promover entre las mujeres la lectura de cierto tipo de libro fatuo, mediante ofertas especiales lanzadas en una fecha crucial para la mujer, como si la afición de muchas mujeres por esos libros mereciera un premio que no merecen las mujeres que consumen otro tipo de literatura.
Y ese es un punto que vale la pena subrayar. No puedo hablar por campos fuera de la literatura, pero dentro del terreno de la literatura, por siglos, las mujeres con acceso a cierto tipo de educación han sido el público mayoritario: las lectoras de novelas de caballerías, las lectoras que hablaban lenguas romances pero no latín y cuya existencia propició innumerables traducciones al final de la Edad Media y principios del Renacimiento, las mismas que permitieron el florecimiento de las literaturas europeas en lenguas vernáculas, las lectoras de literatura cortesana, que se convirtieron luego en las lectoras del Quijote, las lectoras de novelas románticas, las lectoras de la poesía modernista en el mundo hispano, las lectoras de Victor Hugo, las lectoras de Madame Bovary, las lectoras de Oscar Wilde.
Un dato curioso: el libro de bolsillo tal como lo conocemos hoy, es popular sobre todo desde el siglo dieciséis en Europa, y su popularidad original se debió a que la masa de lectoras mujeres, que no leían en gabinetes ni en bibliotecas ni en salas de universidades, sino en casa o en el camino a la iglesia o en cualquier ambiente que les fuera ocasionalmente propicio, no podían manejar los grandes y pesados volúmenes que los hombres almacenaban en sus estanterías, porque las mujeres leían muchísimo, pero no tenían espacios reservados para la lectura.
Hace unos años, un estudio en Estados Unidos, Inglaterra y Canada determinó que sólo el 20% de los lectores de ficción eran hombres, y el 80% eran mujeres. Es muy posible que la proporción sea similar en el resto del mundo. Hace unos diez años, Ian McEwan, el novelista inglés, se paró en una calle a regalar ejemplares de novelas. Regaló treinta, a quienes se acercaron a recibirlos. Casi todas esas personas fueron mujeres. McEwan escribió en ese tiempo que el día que las mujeres dejaran de leer novelas el género desaparecería. Escritores y lectores hombres, como yo, haríamos bien en comprender que, en cuanto a la literatura respecta, somos apenas invitados minoritarios en un universo de consumo femenino.
La miopía de Crisol, y de gran parte de la industria del libro, a decir verdad, no es la de creer que las mujeres no son las lectoras mayoritarias de novelitas de amor y libros de autoayuda (lamentablemente sí lo son, así como los hombres son los consumidores mayoritarios de pornografía o del estúpido género de la literatura conspiracional). Su miopía es no darse cuenta de que la mujer, que ya fue un motor indispensable a lo largo de toda la historia de la industria librera, puede seguir siéndolo sin necesidad de condescendencias ni menosprecios: una cosa que las editoriales y las librerías deberían hacer para asegurarlo es, en vez de premiar la banalidad de unas, animar a todas a leer más aun, cruzando las fronteras genéricas en vez de encasillarlas en espacios confinados. De paso, así se evitarían el odio y la ira de sus clientes más lúcidas.
10.12.12
¡Ay, Cipriani!

Los limeños que alguna vez hayan acudido al restaurant Agua Viva, L'Eau Vive, en el jirón Ucayali del centro de Lima, recordarán a algunas de ellas: mujeres de diversos países, sobre todo de países pobres, ataviadas con la ropa de sus lugares de origen, que sirven platos simples en un local muy bello pero exento de lujos, con una sonrisa permanente en los labios y que por la noche entonan himnos católicos a los que invitan a unirse a los concurrentes.
El lugar donde funciona el restaurant le pertenece a la Iglesia Católica. Cuando ellas lo tomaron estaba envejecido y ellas mismas lo refaccionaron. Tradicionalmente, en vista de que los fondos recaudados por el restaurant sirven para obras de beneficencia, el precio de ese alquiler ha sido módico y los precios de los platos se mantienen bajos porque, por las mismas razones, las autoridades peruanas exceptúan a las Trabajadoras Misioneras de la Immaculada Concepción de ciertos impuestos (obviamente, están registradas en el Perú como una asociación religiosa, no como una entidad con fines de lucro).
Pero ahora se les ha cruzado en el camino el mismo monstruito habitual que atenta contra todo aquello que tenga de bueno la Iglesia Católica en el Perú: el cardenal Juan Luis Cipriani, que les ha colocado, unilateralmente, sin aviso previo, la exigencia de pagar 10 mil soles mensuales de alquiler (según unas versiones; según otras son 10 mil dólares).
No falta el abogado del diablo (que defiende obviamente a Cipriani) que justifica esa medida sosteniendo que el Agua Viva es un restaurant para ricos. Vayan ustedes a entender cuál es la lógica de eso: no es que la obra de caridad sirva a los clientes del restaurant: es que lo recaudado va para gente que lo necesita realmente.
Yo por mi parte debo decir que en los tiempos en que era un simple redactor de El Comercio almorzaba allí, con mi sueldo de principiante, dos o tres veces por semana, y que conmigo iban incluso practicantes: los menús del día del Agua Viva no eran cosa de ricos y, hasta donde tengo entendido, no lo son ahora tampoco.
Si alguien me explica cuál es la lógica de que un jefe de la Iglesia amenace con desalojar de un predio de la institución a una asociación misionera que sin la menor duda ha demostrado un amor por el prójimo y una vocación de servicio que él mismo jamás ha tenido, juro que haré un intento por comprender.
9.12.12
Humanismo selectivo
Trato de imaginarme cuál es el proceso mental. Debe de ser más o menos así:
"Me pasé diez días expresando mi indignación por la situación de Gaza. Ahora ya leí varias veces que hay una situación inmensamente peor en Siria pero la verdad es que no me conmueve en lo más mínimo, no me importa y no escribiré una sílaba sobre el tema. Además, si lo hiciera, ¿qué diría? No le puedo echar la culpa a los americanos, ni a los judíos americanos, ni a los judíos en general, ni a Israel en particular, ni a ninguna potencia europea, ni a la OTAN, ni a la derecha. De hecho, el asesino es un dictador árabe y encima es del Partido Socialista. Nah. Mejor me quedo callado hasta la próxima vez en que Hamas bombardee a Israel y a Israel se le ocurra responder. Y ahí sí salto como un resorte. Porque yo tengo principios. Ah, y también he visto todas estas fotos de cientos de miles de palestinos celebrando a los líderes terroristas de Hamas, con sus niños disfrazados de terroristas con bombas y ametralladoras de juguete y bebes de pecho con lemas fundamentalistas en la frente, pero también sobre eso me voy a hacer el loco. ¿Total? Ya en otro momento tendré la oportunidad de parecer indignado sin tener que cuestionarme nada. Uff, qué difícil esta vida de defensor de los derechos humanos. Estoy en la primera línea de la vanguardia progresista".Algo así debe de ser.
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