Nunca hay que dejarse engañar por los fanáticos que creen en el mercado como en un ser todopoderoso y juran que los dictámenes de la ley de la oferta y la demanda son no sólo infalibles sino además siempre benéficos. Pero, sobre todo, no hay que dejarse engañar por ese absurdo cuando tratan de aplicarlo al mundo del arte, la cultura y la educación, y mucho menos cuando se quiere relacionar el éxito comercial de un producto con su calidad.
Piensen en el libro. Me refiero al libro como objeto comercial. ¿Qué cosa hace que un libro sea más caro que otro? Hay, sin exagerar, decenas de respuestas posibles, y lo curioso es que cualquiera con la expectativa de que esas respuestas tengan alguna relación con el contenido del libro se va a llevar un fiasco: un libro en una librería es más caro que otro si es, por ejemplo, más grueso, si tiene más páginas, si tiene pasta dura, si tiene un papel más fino, si está impreso con mayor claridad, si está plastificado, si tiene portada de cuero, si es de un formato mayor, como un coffee table book, por ejemplo, etc.
¿Qué factores no tienen absolutamente nada que ver con el precio del libro? La calidad de su contenido, sus ideas, la información que transmite. Una novela buena cuesta lo mismo que una novela mala, un ejemplar de Harry Potter cuesta lo mismo que uno del Quijote, un libro de Beto Ortiz cuesta igual que un libro de Góngora, una guía de mapas cuesta igual que una Biblia y una Biblia cuesta igual que el Libro de Oro de Condorito. La última novela del último Premio Nobel cuesta igual que mi primera novela y mi primera novela (glup) cuesta igual (o menos) que una agenda con tapa de cuerina, lo cual quiere decir que el contenido es tan radicalmente secundario en lo que al precio del libro respecta, que, para establecer el precio de un libro, ni siquiera es necesario que ese contenido exista.
¿A qué viene todo esto y cómo es que recordarlo sirve para prevenirnos acerca de los males del mercado en el mundo de la cultura? Simple: el mercado no puede de ninguna manera ser por sí solo un elemento regulador positivo en el ámbito de la cultura, y ciertamente en el caso del libro, porque al mercado le interesa que los libros se vendan pero no le interesa qué libros se venden (y a la cultura sí, obvio). Y aquí me voy a permitir mi propia versión de la llamada reductio ad Hitlerum, que a muchos les parece siempre una falacia pero que a mí me parece muchas veces incontestable: si en un país X se venden doscientos mil ejemplares de Mein Kampf o se venden doscientos mil ejemplares de Las mil y una noches, eso, al mercado del país X, le es enteramente indiferente.
Si en el Perú del año 2020, por obra de algún extraño conjuro, la clase A multiplicara su compra de libros por 1000 y las clases C, D y E las redujeran hasta llegar al cero absoluto, la conclusión principal que el Ministerio de Economía obtendría de esa estadística es que el mercado del libro en el Perú se ha expandido y fortalecido, aunque, en la práctica, la enorme mayoría de los peruanos habría entrado en una especie de analfabetismo funcional. De la misma manera, si en el año 2020 todos los peruanos que hoy compran un libro de ciencias al año dejaran de comprar libros de ciencia pero empezaran a comprar diez ejemplares cada año de las memorias de Susy Díaz, el mercado, nuevamente, se habría expandido y estaría mejor que nunca.
¿Qué cosa no estaría mejor? Obviamente, la cultura peruana y la educación de los peruanos, es decir, lo que estaría peor es el Perú, pero el mercado sería absolutamente incapaz de decirnos eso, porque, repito, al mercado le interesa vender pero no le interesa qué es lo que vende, porque es ciego a los cotenidos.
Pero decir que es ciego, simplemente, no explica el problema por completo, porque el contenido de los libros, curiosamente, sí determina otra cosa que al mercado le interesa: el volumen de ventas que un determinado libro puede conseguir. En el mercado "ideal", mientras más best-sellers existan, mejor, porque eso acrecienta el volumen total del comercio, sobre todo si los best-sellers descubren nuevos públicos objetivos, como ocurre, por ejemplo, desde hace poco, con las novelas pornográficas para mujeres adolescentes, el mayor fenómeno del mercado librero mundial en el último par de años.
El mercado, entonces, no es completamente ciego a los contenidos: el mercado sabe, de hecho, que los libros de contenido pobre, los que no obligan a pensar, los que satisfacen una forma básica de morbo o un forma básica de aspiración (los libros de autoayuda) son especialmente vendedores. Si Flaubert vendiera más que Cincuenta sombras de Grey, el mercado fomentaría el descubrimiento de nuevos Flauberts; pero no es así: el mercado sabe que ciertos tipos de libro pésimo venden más que cualquier cosa, y eso es lo que ayuda a formentar.
Y ahí ya estamos en terreno Bullard-Ferrero. El primero dice que demasiada educación es mala para el mercado y el segundo dice que incluso el Estado debería fomentar la creación de productos culturales sólo si reproducen fórmulas comercialmente exitosas. Los bodrios que Ferrero propone serán siempre exitosos entre la gente que Bullard quiere, gente que no haya invertido demasiado tiempo en cosas banales como recibir una buena educación, gente abandonada por la sociedad y el Estado en su formación. Peor aun: gente a la cual la sociedad y el Estado hayan formado para ser devoradores de chatarra.
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3 comentarios:
El caso en contra de la educación
oye gustavo, no es una broma, ¿pero ya leíste en un blog casi desconocido, un artículo sobre la tragedia aristotélica de criticar a Bullard?
Gustavo,
El mercado debe ser un medio y no un fin en sí mismo. Normalmente, creo que es el mejor medio para lograr el bienestar social, los "mejores" productos y servicios para el consumidor. Léase mejores como la mejor combinación posible de precio y calidad, de acuerdo a los intereses y necesidades de cada consumidor. Ello no significa que el Estado no pueda poner ciertas reglas (obligatorios) o establecer otros mecanismos (promoción, subsidios) cuando hay "fallas de mercado".
Yo estoy de acuerdo contigo en que hay que leer más Quijote y menos Harry Potter (aunque Harry Potter de hecho no me parece un libro tan malo. De hecho, ha tenido el mérito de hacer regresar a muchos chicos al libro).
Pero, ¿qué hacemos si la gente, teniendo ambas cosas disponibles prefiere el entretenimiento chatarra a lo que es bueno? Soy consciente de que el acceso no es igualitarios, pero ambas cosas están disponibles ¿cómo hacemos que la gente lea/vea lo que algunos referentes culturales saben lo que es "mejor"?
La diferencia entre lo que es bueno o malo muchas veces es clara. Pero muchas veces también es gris. Por eso estaría en contra de imponer ciertos tipos de contenido. Imagínate si, siguiendo el ejemplo de ciertos colegios, el MINEDU prohibe leer a Nietzche o "La Casa Verde" de MVLL?
Me inclino entonces por ciertas reglas de fomento. Pero incluso ahí podemos encontrarnos con ciertas reglas de arbitrariedad o "argollas" (caso Conacine).
¿Qué mecanismo propones para que la gente lea más Flaubert y menos 50 shades of grey? Yo creo que fomentar vía educación. La gente que promueve este arte debe fajarse e ir a los colegios. Y también subsidiaría con estudios universitarios para este tipo de artes e infraestructura. Pero sí estoy en contra de cuotas y subsidios a proyectos específicos. Esos mecanismos no aseguran calidad.
Saludos,
Mario
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