29.8.12

Cuestión de amplitud

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Aquellos que, como yo, sufren la aparente desgracia de no disfrutar de muchas cosas que en nuestra sociedad uno parece estar obligado a disfrutar --como la mala televisión, el mal cine, etc-- sabrán entender este post y acaso sientan un poquito de empatía hacia él. Porque habrán escuchado los mismos argumentos en defensa de, digamos, la mala música, que he escuchado yo durante años:

"Yo escucho de todo, me gusta Gianmarco como me pueden gustar cosas más elaboradas, me encanta el jazz, he escuchado mucho, y me gusta Mozart, y la cumbia, y me gusta Britney Spears y The Who y la salsa bravaza. Me gusta mucho la música; tanto, que me gusta toda la música".

Es un argumento que uno oye tanto que parece inexpugnable a pesar de que, bien visto, es monstruosamente débil (si es que los monstruos pueden ser débiles). Porque es un argumento que no funcionaría con nada más. Imaginen el absurdo de las siguientes proposiciones:

a. "Me gusta la política. Me gusta tanto que me gustan todos los partidos y todas las ideologías: me gusta el liberalismo y me gusta el macartismo, me gusta el socialismo y me gusta el neoconservadurismo, me gusta la social-democracia y me gusta el fascismo".

b. "Me gusta la literatura. Me gusta tanto la literatura que me gustan por igual Macbeth y El código DaVinci; Kafka y Jaime Bayly; Philip Roth y Corín Tellado. Disfruto lo mismo con Borges que con Oswaldo Cattone".

Por supuesto, uno sabe que hay algo que anda muy mal con esas afirmaciones. Y el problema no está en su valor de verdad: dichas por la persona que así piensa, y siendo descripciones de sus gustos individuales, esas afirmaciones pueden ser perfectamente verdaderas. Ese es el problema: que, cuando son proposiciones verdaderas, describen una carencia: lo que está ausente en esos juicios es el juicio, es decir, la evaluación. Son afirmaciones que implican una falta de criterio para discernir.

El proceso --así pensamos los aburridos defensores de lo bueno sobre lo mediocre y lo malo-- debería ser distinto. Debería ser, por ejemplo: "me gusta el arte tanto que aprendo a valorar sus mejores resulados por encima de los más deficientes". Mi gusto no puede sobrevivir intocado por la experiencia: me gusta algo tanto que llego a conocerlo bien, cada vez mejor, y eso me conduce a construir mi propio sistema de valoraciones, donde no todo puede ser equivalente, no todo puede pesar lo mismo ni emocionar igual.

Me gusta la literatura tanto que no soporto cuando es convertida en un doble miserable de sí misma; me gusta la música lo suficiente como para no soportar cuando se la transforma en una repetición inepta de trucos, lugares comunes y salidas fáciles, como ocurre, por ejemplo, en gran parte del pop comercial anglosajón, el de la radio, o en casi toda la balada hispana (la de la tele).

Tanto valoro las posibilidades de la prosa que detesto cuando la reducen a una acumulación de modosidades, remilgos y niñerías sosas, como esos artículos de escolar enamorado de sí mismo que publica Beto Ortiz cada domingo. Encuentro en la poesía un mundo tan abierto al experimento y a la búsqueda expresiva --intelectual y emocional--, que no sobrevivo sin dolores de estómago a los versos seudo-sabios y amelcochados de Mario Benedetti.

Normalmente, ocurre que quienes escuchan estas cosas desde la orilla opuesta, es decir, los panteístas del gusto artístico, juzgan que quien las dice no puede ser otra cosa que un elitista. Conmigo, por ejemplo, asumen inmediatamente, de manera curiosa, que paso los días en una habitación oscura escuchando discos de Mahler y que las primeras dos notas de una salsa me convierten en una estatua de sal en el desierto. En vano explico que mi colección de música incluye, con sus discografías completas, a Héctor Lavoe, la Sonora Ponceña, el Gran Combo, Rubén Blades, Johnny Pacheco, Ray Barreto, Celia Cruz, Willie Colón, Tito Puente, etc: alguna vuelta le darán a eso para que uno siga siendo un elitista.

Y si uno comete el error de decir en voz alta algo como "hay que saber discriminar", arden juntos la Troya de Homero y la Roma de Nerón. Porque al parecer "discriminar" ya sólo puede tener el sentido de construir ghettos para encerrar en ellos a los marginados, incluso cuando los "marginados" son los artistas más populares de la radio, millonarios que se montan el negocio de la mala música con tanto amor por el arte como puedan tener los dueños de McDonald's cuando inventan el triple whopper.*

"¿Ah, o sea que te gusta la salsa? ¿O sea que a ti te gusta Eddy Santiago?", le dicen a uno.

¿Cómo explicar, entonces, que una frase como "me gusta la salsa" es tan general y absurda como la frase "me gusta el cuento corto", si el significado que se le quiere dar es: yo disfruto por igual con todos los productos hechos dentro del campo de la salsa o del cuento corto? He vivido leyendo al menos algo de literatura cada día de mi vida por treinta años, probablemente sin excepción. Pero no suelo decir que "me gusta el cuento". Me gustan miles de cuentos y hay miles de cuentos que encuetro malos o decepcionantes o malogrados o irrelevantes. "Me gusta el cuento" o "me gusta la salsa" sólo tienen sentido si significan: "me gustan las posibilidades creativas que son propiciadas por los rasgos típicos de esas formas artísticas, y por ello me gustan muchos de sus resultados".

Entonces viene el argumento del placer. Si a uno "le gusta la literatura" pero no siente placer alguno ante, quizás, la mayor parte de las obras literarias que lee o que comienza a leer (y lo mismo debe valer para cualquier arte), entonces, ¿cuál es la ventaja, si las artes están allí para que uno sienta placer? Con ese argumento se supone que el admirador universal de todo lo que le pongan por delante es más apto para disfrutar que aquel que discierne lo bueno de lo malo.

Error, obviamente. Es claro que mientras más sabe uno de un arte o de alguna disciplina estética o intelectual, o de una que tenga un pie en cada lado, más difícil es que le vendan gato por liebre, y por ello uno no vibrará como un títere con una paparuchada ridícula de Ricardo Arjona, pero también es obvio que el conocimiento ensancha y alimenta el placer que se siente ante las mejores cosas (piensen en un excelente partido de fútbol visto por alguien que sabe mucho de fútbol y por alguien que no sabe discriminar entre buen fútbol y mal fútbol: ¿quién disfruta más?).

Y, sobre todo: el que con más criterio y discernimiento y espíritu crítico conoce un terreno, se siente empujado a buscar el placer estético en nuevos lugares, empujado a descubrir. De ese motor carece el que no ejerce su criterio (su criterio para discriminar) cuando consume, porque aceptará casi cualquier cosa que le pongan por delante.

Sí, es cierto, si uno pasa mucho tiempo leyendo a Vallejo, Pound, Eliot, Walcott, Plath, Baudelaire, Apollinaire, Santa Teresa, probablemente llegue un punto en que las letras de las canciones de Gianmarco o de Silvio Rodríguez le resulten insoportablemente huachafas e inconsolablemente vacías; si uno escucha demasiado tiempo a Waits, Reed, Patti Smith, Scarlatti, Bach, Zappa, Irakere, Parker, es muy posible que en cierto momento pierda la capacidad de encontrar placer en la música de Luis Miguel y Ricky Martin. ¿Pero cuántas avenidas directas a placeres mucho mayores habrá abierto en ese momento?

Mi argumento no va en contra de las artes populares, por cierto; no es un argumento vargasllosiano que lamente la pérdida de nuestra capacidad para discernir entre el high art y el arte menos intelectual o más popular. Por el contrario: en nuestro mundo, cuando el mejor arte puede ser exhibido en un museo de New York o en un cómic canadiense, puede estrenarse en un teatro parisino o en un hueco del Centro de Lima, llegar a nosotros por la televisión o en un file pirata bajado de internet, justamente en este mundo, es cuando el criterio propio es necesario: porque las buenas obras de arte no vienen ya con el sello de aprobación de la academia, sino que lo tiene que poner uno mismo, guiado por su propio discernimiento.

* José Carlos Yrigoyen, ilustrado degustador de hamburguesas, me hace notar que el whopper es de Burger King. No supe discriminar.
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26.8.12

Abimael el seductor

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Esta entrevista a Máximo Laura, el tejedor ayacuchano que era hasta ahora uno de los así llamados "embajadores" de la Marca Perú, ha causado protestas y molestias que, me parece, están largamente justificadas: ¿cómo es posible que el plan de promoción turística que los peruanos quieren colocar en lugar de cualquier ideario, por encima de toda ideología, más allá del bien y del mal y, por supuesto, también más allá de cualquier concepto interesante de nación, sea promovido en el exterior por alguien que, básicamente, cree que Sendero Luminoso fue (o quizás es) un movimiento político positivamente transformador ("que pudo cambiar el Perú") y que su violencia era necesaria y por tanto estaba históricamente justificada?

Tras leer la entrevista a nadie le debería quedar duda alguna acerca de la trivialidad intelectual de Máximo Laura, que treinta años más tarde, y sesenta mil muertos más tarde, parece continuar enceguecido por el supuesto brillo escolástico de Abimael Guzmán y se refiere a otros ideólogos de Sendero Luminoso como "extraordinarios teóricos". Conozco muy superficialmente la obra de Laura. No sé si juzgarla valiosa o no; pero no tengo razones para pensar que sus ideas políticas sean otra cosa que torpes, estúpidas y profundamente inmorales.

Laura ha negado haber dicho lo que La República dice que dijo. Es más, ha acusado a La República de haber inventado cosas que él jamás afirmó e incluso de haber modificado su biografía. En la entrevista con el diario parece quedar claro que Laura fue estudiante de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, donde comenzó su admiración por Guzmán y el deslumbrón intelectual por otros líderes ideológicos senderistas. En el desmentido posterior, dado a través de RPP, Laura dice que ni siquiera estudió jamás en esa universidad:
En ese sentido, Laura consideró que el diario ‘La República’ especuló con sus declaraciones respecto a sus estudios en la Universidad San Cristóbal de Huamanga. “Eso es totalmente incorrecto”, agregó. Explicó que en 1974 era estudiante secundario y cuatro años después se estableció definitivamente en Lima, con lo cual descartó haber cursado estudios en dicha universidad en Ayacucho.
El problema es que acabo de entrar al sitio web oficial de Laura, donde él mismo coloca su CV y, en ese CV, bajo el subtítulo "Educación", Laura afirma que pasó los años 1978 y 1979 como estudiante en la Universidad San Cristóbal de Huamanga. De modo que ahora podemos estar seguros al menos de una cosa con respecto a su "aclaración" dada a RPP: Laura no dice la verdad. (Yendo a este enlace pueden encontrar el CV, luego del párrafo largo, donde dice "Descarga").

Ciertamente, haber estudiado en esa universidad en ese momento no hace a nadie culpable de nada, nadie debería tentarse a negar una parte de su vida para sentirse más seguro y cualquiera, siempre que no haya ejercido la violencia, tiene derecho a confesar sin represalias si se dejó engañar por ideas absurdas en la adolescencia, siempre y cuando en la adultez sea capaz de advertirnos acerca de ellas... Pero el hecho es que Laura está añadiendo a sus estólidas declaraciones iniciales una capa adicional de manipulación y de falsedad. ¿Este hombre puede ser nuestro "embajador"? No; ni hablar, aunque estemos hablando de representar un país imaginario.

Otros comentarán sobre eso; yo quiero llamar la atención sobre otra cosa: la entrevista misma, la forma de la entrevista, las preguntas que propone la periodista Maritza Espinoza, de La República, la superficialidad de su cuestionario y la inverosímil falta de reacción ante las cosas que el entrevistado declara. Espinoza pregunta, por ejemplo, "¿era un tipo seductor Abimael?", y quien no supiera de quién está hablando pensaría que se refiere a un futbolista de México 70 o quizás a una vieja estrella de la tele, y no al mayor asesino de nuestra historia.

¿Se incomoda o se sorprende con las respuestas? ¿Intenta contradecir al entrevistado o debilitar (cosa que sería sencillísima de hacer) sus opiniones sobre la fuerza transformadora de Sendero Luminoso y la inevitabilidad de su violencia? No, en ningún momento. De hecho, quien solo viera los titulares y las bajadas y no leyera el texto completo no se enteraría de que Máximo Laura dice lo que dice sobre Guzmán, Sendero Luminoso y la brillantez de los "teóricos" que lo impulsaron. A Espinoza esas cosas parecen impresionarla tan poco que ni siquiera en el paratexto de la entrevista las destaca; obviamente, en ningún momento las critica.

Eso es extremadamente grave porque es un síntoma de falta de reflejos morales y de la banalización que invade a nuestra prensa, mucho más preocupante cuando uno las ve capturando las páginas de una publicación que siempre ha sido diáfanamente contraria a la violencia senderista pero que ahora, tan solo por la falta de inteligencia y de agudeza profesional de periodistas como Espinoza, coloca al lector ante textos como éste, donde las obtusas barbaridades políticas de un entrevistado pasan libres de obstáculos, sin réplicas, sin críticas, en un artículo que se centra en el virtuosismo estético de un artista y olvida, como si fuera irrelevante, el atroz contenido político de sus palabras.

Hace poco, otro perseverante despistado, otro equivocado voluntario, el escritor Oswaldo Reynoso, se refería al "humanista" Abimael Guzmán y defendía la noción de "guerra popular", y eso también sucedía en una entrevista de prensa en la que el entrevistador carecía de la inteligencia mínima necesaria para contradecir tremenda sandez. El hecho es que en la prensa peruana cualquiera puede decir cualquier tipo de ridículo atrabiliario sin temor a que alguien le pare el coche. Y ojo: Maritza Espinoza no es una novata ni una principiante; es una editora de La República, el tipo de periodista con experiencia que debería estar corrigiendo este tipo de levedad en sus practicantes pero que, como vemos, no es capaz siquiera de evitarla en sus propios textos.

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25.8.12

Derechos de los animales