31.7.13

A Yeison Díaz no le harían roche (sobre el bullying a Jason Day y la etiqueta de caviar)

(Este artículo mío apareció hoy en Velaverde)

Rueda la camarita. Pum: repartija. Corten. No puede ser. ¿En el país de Odría y Haya de la Torre, tenemos políticos inmorales dispuestos a cualquier componenda y a repartirse el poder como les dé la gana? ¿Qué cosa? ¿Cómo dice? ¿Que los apristas y los odriístas hicieron lo mismo allá por la época en que se jodió el Perú, Zavalita? Bueno, por lo menos no lo hicieron ante cámaras. ¿Que sí lo hicieron ante cámaras? Bueno, pero no eran cámaras de video digital, con súper-zoom de audio dirigido. Ah, eso es verdad. Es que todo tiempo pasado fue mejor. Y justo cuando parecía que los padres de la patria se iban a repartir nuestras instituciones (el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo) cual turrón de Doña Pepa, apareció el Superman peruano, que de noche se llama Superman y de día se llama Jason Day, y les hizo el pare a los facinerosos. Aplausos. Jason Day saves the day. Ahora todos podemos dormir tranquilos. (En la medida en que se pueda dormir tranquilo sin TC ni DP).

Lo cierto es que revertir la repartija no fue obra de Jason Day, ni de Claudia Cisneros ni de ningún otro dios griego, sino de algunos miles de peruanos en las calles, muchos de ellos, eso sí, azuzados por esas dos personas y por varias otras y por grupos de acción civil y federaciones de estudiantes. Y estuvo bien que lo hicieran, que por una vez nuestros ayatollahs de la marmaja supieran que no toda sinvergüenzada es permisible y no toda ruindad pasa piola. Lo curioso es que, acto seguido, se multiplicaron en Facebook y en Twitter las voces de otro tipo de protesta: no peruanos indignados por el corte Doña Pepa, sino peruanos cachacientos, más allá del bien y del mal, aunque no tan más allá del mal, eso hay que decirlo, que no protestaban por el delito y la burla antidemocrática, sino contra quienes habían protestado. Porque en el Perú, por cada diez corruptos hay un ciudadano que se molesta con la corrupción, pero hay cien que viven felices con ella, quieran admitirlo o no, y esos prefieren quejarse de la queja en vez de quejarse del crimen.

Y a Jason Day, actor y activista, heredero de un padre que se enriqueció, según él cuenta, con las privatizaciones del fujimorismo, esta semana le han dado como a piñata en fiesta de narcos. No por los millones del papá, como supondría el politólogo con ojo de águila, sino porque cómo se le ocurre protestar. Cómo se le ocurre marchar por las calles. Cómo se le ocurre ejercer su derecho al reclamo. Cómo se le ocurre pedir orden y decencia, si él es un blanquiñoso miraflorino, o peor aun, un blanquito del malecón de Barranco, y todos sabemos que Miraflores, San Isidro y el malecón de Barranco están más allá de las fronteras de la patria. Además, su nombre suena hollywoodense (si tan sólo se llamara Bruno Díaz y no Jason Day) y al parecer, tristemente, para muchos peruanos es más fácil aceptar la corrupción de un político elegido por voto popular que la decencia de un joven que parece haber llegado hasta nosotros corriendo una ola desde Hawaii, aunque sea igual de peruano que todos.

¿Quién tiene la culpa? La salida fácil sería decir que la culpa la tiene Aldo Mariátegui, pero vamos a hilar más fino: la culpa la tienen Aldo Mariátegui y todos los que piensan como él. Es decir, los que andan por ahí llamando “caviar” a medio mundo, convencidos o convenciéndose o tratando de convencer a los demás de que un “caviar” es lo peor que puede haber en el mundo. ¿Y qué cosa es un caviar? Según entiendo, un caviar es cualquier tipo de pituco, semipituco, exopituco o parapituco (en el Perú de hoy, si tienes para tomar una combi a la Plaza San Martín eres por lo menos un parapituco o pituco instrumental), alguien que tiene sus necesidades cubiertas y un futuro promisorio por delante y que, sin embargo, comete el asombroso crimen de querer que los demás también tengan eso, y encima no cree que el libre mercado sea ni Dios ni su copiloto. Un caviar es alguien que, si sólo pensara en su conveniencia, debería quedarse tranquilo entre mojitos y chilcanos, ser un neoconservador, de esos que acá se llaman neoliberales, y alegrarse de tenerlo todo en la vida. Un caviar es Jason Day, por ejemplo, alguien que podría rodar la siguiente película y no distraerse en trivialidades como el bienestar general y la democracia, pero que decide, oh locura, oh alienación, no ser un robot egoísta sino un ciudadano solidario. Y ése es un delito que no podemos perdonar. Contra eso, al parecer, tenemos que protestar.

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28.7.13

Lavanderías Beto Ortiz: te lava tu mugre, te talquea tu poto, te deja nuevecito

Beto Ortiz tiene un nuevo programa, lo único raro es que se llama igual que el anterior. Antes, su programa se dedicaba a mostrar públicamente las cosas oscuras y las vergüenzas de gente desconocida. Ahora se dedica a ocultar las oscuridades de conocidos sinvergüenzas.

Antes, formulaba preguntas que dejaban en ridículo a adolescentes en los últimos días de sus vidas o hurgaba en la vida sexual de personajes decadentes. Ahora, formula las preguntas que sus invitados quieren escuchar, preguntas hechas como a pedido y bajo pacto, como para limpiar currículos y sanear desagües.

Anoche su invitado fue Kenji Fujimori. ¿Qué cosas quieren preguntarle los peruanos a Kenji Fujimori? ¿Si sus maestros lo castigaron alguna vez? ¿Si sus papás discutían frente a él? ¿Cómo se llamaban sus perritos? ¿Si le hacía bromas al corrupto de Nicolás Lúcar cuando Lúcar se arrastraba como una serpiente a los pies de su papá y de su tío Vladimiro? No. Tampoco si Kenji es gay o no es gay. Los peruanos no tienen ninguna obsesión con la intimidad de Kenji Fujimori, no les interesa si su novia fantasma es mayor o menor que él ni cuántos ministros imbéciles fueron sus esclavos de infancia.

Lo que los peruanos quieren que Kenji Fujimori responda es si es consciente de ser el hijo del mayor ladrón de nuestra historia. Que diga qué se siente tomar la posta de un homicida masivo, delincuente convicto por crímenes contra la humanidad. Qué tiene que decir acerca del hecho de haberse criado con dólares robados del tesoro público, de haberse educado con el botín de su papá mafioso en un país donde las víctimas de ese robo mueren de hambre. Qué lleva a un hijo a vivir tranquilo en un Palacio cuando en el sótano de ese Palacio su padre tiene presa a su madre, tras puertas encadenadas, sometida a torturas.

Anoche quedó claro una vez más que Kenji no es un idiota reciente, sino que lo fue siempre: ¿te hiciste pasar como terrorista frente a generales del Ejército durante el secuestro de decenas de personas en la residencia del embajador de Japón? "Sí, pero era un niñito", responde el papanatas. Era 1997. El niñito tenía 17 años.

Otra cosa que quedó más clara que nunca: Beto Ortiz tiene una sola especialidad en esta vida: levantar payasos, limpiarle la cara a los corruptos, hacer pasar a los seres más viles por simpáticos buena gente. A los publicistas de la dictadura (como Laura Bozzo) los quiere pintar como santos de monasterio. Anoche, después de cada respuesta idiota de Kenji Fujimori, Ortiz comentaba: "Otro mito sobre ti que queda desbaratado para siempre". Claro, baboso. Porque todos nos chupamos el dedo.

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27.7.13

Los pendejos y los cojudos (a propósito de una obra teatral de Rocío Tovar)

Rocío Tovar, directora teatral, autora de Perú ja ja, le concede una entrevista al diario La República. En esa entrevista se refiere a su propia comedia como "una magistral clase de historia del Perú en joda". En principio, tiene derecho a hacerlo: hay innumerables autores que son notables críticos sociales a través de la sátira teatral. Pero no es su caso. De pronto, en la entrevista, refiriéndose a la obra mencionada, que representa ridículamente pasajes de la historia del Perú, dice lo siguiente:

"Lo que pasa es que, en 1889, en Arica, Bolognesi es un general en retiro, y pide volver a actividad... Alfonso Ugarte tiene 20 años, es un chico muy adinerado (de allí viene lo de estúpido, cojudo, hijo de papá) y regala 44 caballos para la batalla, y eso le da título de coronel. Entonces, un señor retirado, que vuelve a la guerra, que ama la milicia, tiene conciencia de patria y que lucha con un tipo así al lado, es como Pinky y Cerebro, El tonto y el más tonto, dos de los Tres chiflados encima del morro…"

Hay algunas cosas que sería bueno tener en cuenta antes de creerse la "magistral clase de historia del Perú" de Rocío Tovar. La batalla de Arica no fue en 1889 sino en junio de 1880. Bolognesi no era un general en retiro, sino un coronel (no era ningún anciano: tenía 63 años). Alfonso Ugarte no tenía 20 años sino 33: no era "un chico". Su padre murió cuando él tenía cinco años: no era "un hijo de papá". No "regaló 44 caballos para la batalla": peleó en varias batallas antes de la de Arica (de hecho, había recibido un balazo en la cabeza en un combate anterior) y no tenía a quién obsequiarle los caballos porque el regimiento militar de Iquique lo encabezaba él mismo, lo había formado él mismo, reclutando personalmente a sus casi quinientos miembros, y también lo había equipado él.

Yo no soy nacionalista, ni chauvinista y ni siquiera puedo decir que sea muy patriota. Pero me pregunto cuál es la gracia de que una escritora ignorante ande por ahí declarando estupideces infundadas, que esas estupideces le sirvan de base para criticar una realidad que nunca existió, que a esa crítica arbitraria la llame "magistral clase de historia" y que una periodista de La República, sin ningún criterio (y no es la primera vez que lo demuestra) reproduzca todas esas tonteras sin cuestionar ni siquiera los errores más obvios.

Y como no soy muy patriota ni soy nacionalista ni chauvinista, no corro el riesgo de parecer huachafo si les pido una cosa: que lean el siguiente párrafo, que es el inicio del testamento de Alfonso Ugarte, y luego piensen en quién diablos es Rocío Tovar para llamarlo "estúpido, cojudo, hijo de papá":

"En Iquique a los cuatro días del mes de Noviembre de 1879, yo, el abajo suscrito Alfonso Ugarte, hago mi primero y quizá último testamento con motivo de encontrarme de Coronel del batallón "Iquique" de la Guardia Nacional y tener que afrontar el peligro contra los ejércitos chilenos que hoy invaden el santo suelo de mi Patria y a cuya defensa voy dispuesto a perder mi vida con la fuerza de mi mando. Declaro que soy cristiano, que profeso y creo en la Religión Católica y que vivo y muero en tal creencia. Si en algo soy injusto aquí, si he olvidado algún deber, suplico a todos me perdonen, pues en los momentos en que escribo esto me encuentro apurado, con mis deberes militares y del negocio y mi ánimo completamente aniquilado al pensar en que puedo desaparecer en esta campaña y abandonar a mi madre y hermanas que necesitan de mi apoyo. Iquique, Noviembre 6 de 1879. Firmado, Alfonso Ugarte".

Y como no soy muy patríota ni soy nacionalista ni chauvinista tampoco corro el riesgo de parecer huachafo si les pido que lean un párrafo de la última carta que le dirigió Bolognesi, a sus 63 años, a su esposa:

"... Ésta será seguramente una de las últimas noticias que te lleguen de mí, porque cada día que pasa vemos que se acerca el peligro y que la amenaza de rendición o aniquilamiento por el enemigo superior a las fuerzas peruanas son latentes y determinantes... ¿Que será de ti amada esposa...? ¿Que será de nuestros hijos, que no podré ver ni sentir en el hogar común? Dios va a decidir este drama en el que los políticos que fugaron y los que asaltaron el poder tienen la misma responsabilidad. Unos y otros han dictado con su incapacidad la sentencia que nos aplicará el enemigo. Nunca reclames nada, para que no se crea que mi deber tiene precio..."

Los peruanos, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares del mundo, no somos muy dados a leer los documentos de nuestra historia. Por ignorancia, creemos, quizás, que no tenemos nada que aprender de ellos porque fueron escritos en otro tiempo muy diferente, sobre otros problemas que ya no son los nuestros. Pero díganme si no los conmueven la carta de Ugarte, un hombre rico que bien habría podido huir ante el peligro (de hecho, desde antes tenía programado su viaje de bodas a Europa y lo abandonó para luchar por el país) o la carta de Bolognesi, que no sólo vuelve al ejército durante la guerra, sino que explica exactamente por qué lo hace: porque siente que la clase política peruana ha abandonado al país, lo ha traicionado, unos por maldad y otros por incapacidad, y cree que él tiene el deber de dar la cara y proteger a sus compatriotas.

Ya sabemos cómo terminó esa historia, sabemos que Ugarte y Bolognesi murieron en esa batalla, y, leyéndolos, sabemos que ellos sabían cuál era su destino. En contra de lo que dice un estúpido lugar común, que todos hemos escuchado alguna vez, el Perú no llama héroes a Bolognesi y a Ugarte porque en nuestro país nos guste adorar a los perdedores. Los consideramos héroes, con justicia, porque hicieron mucho más de lo que estaban obligados a hacer (en verdad, estrictamente, no estaban obligados a hacer casi nada): son héroes porque fueron solidarios en un país donde la solidaridad es rara.

Rocío Tovar no es un caso aislado. En el Perú existe la idea vil y baja de que la solidaridad y la voluntad de entregarse por los demás es cosa de "cojudos". Que la compasión, la colaboración y la empatía son zonceras de payasos, "el tonto y el más tonto", y que los "cojudos" son perdedores porque este mundo no es para ellos, sino para los "pendejos". ¿Y quiénes fueron los pendejos? Los que salieron volando, los que recaudaron dinero ajeno y desaparecieron para siempre, los que renunciaron a sus deberes y salvaron el pellejo, los antecesores de la repartija, la traición, el asalto, la inoperancia y la cobardía.

Lo de Rocío Tovar es una lástima (demasiada ignorancia junta, demasiada indolencia) pero mucho más triste es que Perú ja ja sea un hito en la historia de los grandes éxitos del teatro peruano. Quienes creen que el éxito valida a las obras de arte y a los productos culturales tienen ahí algo que explicarnos.

Ugarte y Bolognesi fueron peruanos solidarios que trataron de garantizar la vida, la seguridad y la paz de los demás peruanos a costa de sus vidas, puestas en riesgo por la estupidez y la inmoralidad de la clase política. Eran "cojudos" tratando de arreglar los problemas causados por los "pendejos". Qué poquito hemos cambiado, ¿no? Y cuántas cosas más tenemos que leer para ser justos con ellos y con nosotros mismos.

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23.7.13

¿Quema de Libros 2013?

Esto no tiene pierde. La bendita Cámara Peruana del Libro le rinde un homenaje (que en verdad es una señal de sumisión y pleitesía) a la directora de facto de la Corporación El Comercio, la señora Martha Meier Miró Quesada. 240 escritores protestan en una carta. Otros más protestan de otras formas. Yo pongo un post en Facebook y me lo censuran y suspenden mi cuenta. Alguien que la critica en Twitter descubre al día siguiente que ya no tiene cuenta en Twitter. El homenaje se lleva a cabo a puertas cerradas, para evitar la vergüenza. Y aquí viene lo mejor.

Unos días antes del homenaje desaparece de la web de Perú 21 (parte de la misma corporación) el blog literario "Lee por gusto". Todo el mundo se pregunta por qué y de pronto La Mula nos informa: el último post conocido de "Lee por gusto" contaba la historia de las protestas contra el homenaje a Martha Meier. O sea, en la FIL Lima 2013, la Cámara Peruana del Libro ha rendido homenaje no sólo a una persona famosa por su autoritarismo (ex candidata congresal de la dictadura fujimorista el 2000, muchas veces vinculada al despido de periodistas independientes, etc.), sino que esa persona ha continuado con la costumbre de la censura incluso en los mismos días en que sus amigos de la Cámara se le arrodillaban a prenderle velitas. Pregunta: ¿cómo planea la Cámara Peruana del Libro clausurar la FIL? Sugerencia: ¿por qué no organizan una quema de libros?

Mario Montalbetti se desplaza del centro al margen y viceversa, etc

(Este texto que acaba de aparecer en Buensalvaje es una versión del que leí en la presentación del libro Lejos de mí decirles, poesía reunida de Mario Montalbeti ■ Aldus, 2013 ■ 351 páginas ■ 77 soles)

Mario Montalbetti publicó su primer libro de poemas en 1978 y el segundo en 1995, tiempo suficiente para pasar de ser un gran poeta joven a ser un gran poeta joven aún. Tiempo suficiente, uno hubiera dicho, para que los temas del primer libro fueran sucedidos por otros enteramente distintos. El título Perro negro, en 1978, parecía hablarnos de personajes únicos y solitarios en el vacío, sin escenario. El título Fin desierto, en 1995, parecía hablarnos, en cambio, de un escenario deshabitado. Nada más concreto que un perro negro; nada más abstracto que las orillas del desierto. (Ustedes se preguntarán por qué trato de interpretar el contenido de los libros a partir de los títulos. Les diré que intento reproducir, en condiciones de laboratorio, la actitud más común de la crítica peruana ante la obra de Montalbetti). Con diecisiete años entre ambos libros, uno podía leer el segundo sin preguntarse por el primero. Ahora que forman parte de un mismo tercer libro, Lejos de mí decirles, que reúne toda su obra poética, que en verdad es un octavo libro, la cosa cambia.

¿Qué pasa con un perro negro en las orillas del desierto? Lejos de mí decirles pero vale la pena preguntar. En alguna entrevista, Montalbetti ha dicho que la manera más válida de escribir poesía es escribir contra el lenguaje, no en el sentido de escribir manifiestos contra el lenguaje, sino en el de no dejarse llevar por él, escribir a contrapelo de él, intentando liberarse de su poder, y en esa entrevista ofrece dos ejemplos peruanos. El primero es el de Vallejo, que desensambla el lenguaje, lo destruye para escribir con sus esquirlas, le busca las rendijas y los huecos y allí escribe, desde el extremo o desde la momentánea ruina del lenguaje, antes de que este se recomponga, en el momento cuando el lenguaje ya no parece decir y ciertamente ya no parece comunicar. (Mario no cree que el lenguaje exista para comunicar). El segundo ejemplo es la fase final de la poesía de Blanca Varela, poemas donde X no es una metáfora de Y sino que X es X, o X representa a X y eso no es un tropo y Montalbetti lo describe como escribir ya no en los linderos sino en el centro mismo del lenguaje.

Una clave de lectura para la poesía de Montalbetti es recordar eso: que a él le interesa escribir contra el lenguaje desde el límite del lenguaje, como a Vallejo, y también desde el centro del lenguaje, como a Blanca Varela, y que sus poemas describen ese movimiento, o ejecutan ese movimiento, de los márgenes al centro y viceversa. Imaginen que la poesía de Montalbetti es una campaña unipersonal librada contra el lenguaje por medio del lenguaje, un acoso y varias estrategias, ataques en los bordes y ataques en el centro. El lector debe determinar desde qué punto en el trayecto es enunciado cada poema.

Aceptando un lugar común de la teoría, pensamos que todos los poetas escriben un poco acerca del lenguaje, que nada es más autorreferencial ni más metalingüístico que la poesía, pero eso raras veces es tan cierto como cuando el poeta es Montalbetti. También tendemos un poco a pensar que Montalbetti siempre escribe sobre el lenguaje y eso, del mismo modo, no es verdad. Lo que pasa es que en su poesía existe constantemente la conciencia de que todo lo que podemos decir lo tenemos que decir en el lenguaje pero todo lo que no podemos decir no podemos decirlo por culpa del lenguaje. Pero las cosas que queremos decir y no podemos no son cosas acerca del lenguaje, sino cosas acerca de las partes del mundo que el lenguaje nos escamotea. Esa pérdida es un tema sobre el cual Montalbetti escribe, pero Montalbetti escribe también sobre muchas otras formas de pérdida.

El lenguaje es nuestro punto ciego, o el lugar que propicia nuestra ceguera, que a su vez propicia nuestras pérdidas. En «Alrededores de San Lorenzo», en Cinco segundos de horizonte, del 2005, Montalbetti escribió: «En su momento, la idea de que nunca nada se pierde o que lo que creemos que se pierde nunca fue parte del mundo fue una experiencia desquiciadora. El mundo está siempre completo. Pero se pierden cosas constantemente». Es posible que esas cosas se pierdan detrás de «una tercera cosa… que se entromete». Es posible que esa tercera cosa, con frecuencia, sea el lenguaje mismo, pero las cosas que perdemos están fuera del lenguaje, más allá de él (en la separación, en el exilio, en la derrota, en el borde del desierto, en el lado oculto de una isla chalaca, bajo las olas del Camotal, enterradas en una ruina cupisnique, dentro de un bote que lleva un nombre a babor y otro nombre a estribor: queremos señalarlas con el dedo, pero no siempre es posible; queremos decirlas pero, ya se sabe: el lenguaje).

Cuando leí Perro negro por primera vez, en los ochentas, no existían los otros libros que se reúnen en este volumen –Fin desierto (1995), Llantos Elíseos (2002), Cinco segundos de horizonte (2005), El lenguaje es un revólver para dos (2008), Ocho cuartetas en contra del caballo de paso peruano (2008) y Apolo cupisnique (2012)–, y porque no existían esos libros era fácil tomar el poema «Dijo Lau Tzu», de 1978, como una simple broma. El poema dice: «Dijo Lau Tzu: “el que habla no sabe, el que sabe no habla”. Si Lau Tzu lo dijo, habló», y la impresión inmediata del lector la dictaba el tono de juego y paradoja de esa «recriminación contra los taoístas». Treinta años más tarde, en el poema «Disculpe, ¿es aquí la tabaquería?», de El lenguaje es un revólver para dos, sobre un fraseo de Pessoa, Montalbetti volvió sobre el tema: «Nadie dice todo. Nadie dice nada. Lo deseable es decir poquísimo. Callar no es más radical. Callar es como raparse la cabeza: el pelo vuelve a crecer. Pero decir poquísimo, decir lo mínimo que uno puede decir, eso es lo que nos permite decir algo». Ese es Montalbetti cuando está exultante de optimismo, cuando piensa que, de vez en cuando, el lenguaje poético trasciende la materialidad del objeto-poema y se convierte en poesía: «dice algo». En su extremo pesimista, escribe poemas como «Vehículos de Varo», de Llantos Elíseos, que dice: «dormidos perseguimos sueños, montados en ingeniosos vehículos, eso es todo, pedaleamos sobre pesadillas de tela fina, todo el resto es lenguaje», y acaba el poema con una frase que sus alumnos y exalumnos (Montalbetti es el más brillante lingüista y profesor de Lingüística del Perú) apreciarán en su injusto valor: «no es posible el conocimiento».

La pérdida, entonces, es uno de sus temas centrales. «Perder, perder, para encontrar lo que ha sido tomado de la boca del jaguar, perder perderlo todo y cuando lo hayas perdido todo has de perder eso también», escribe en «Telarmacha y Eclipses», de Fin desierto. La pérdida del paraíso, por ejemplo, está en «Lleva al marrano más allá de los cerros», de Perro negro, y está en otros poemas de Fin desierto, como «Salmos de invierno»: «si quieres ganar el cielo primero debes saber perderlo». La pérdida del paraíso que es también la pérdida del lenguaje del paraíso. La pérdida y el esfuerzo por reponer lo perdido.

El primer poema de Fin desierto lo dice: «escribimos para tapar los hoyos y reparar las faltas». Y ofrece dos intentos de nombrar ese vacío. El primero dice: «hay un sol partido en dos y una sombra espesa en la escisión», figura que parece venir de Lacan, a quien Montalbetti lee con la avidez con que se lee una ficción de detectives. El segundo dice: «hay un perro perdido en el ojo de la horca», imagen que debe venir de una de las novelas de detectives que Montalbetti lee como a Lacan. En «Salmos de invierno» escribe: «ya que tenemos ojos suponemos que hay algo que ver, pero no hay nada que ver, o lo que tenemos que ver no se ve con los ojos». Los elementos son los mismos con distintas relaciones, esperanzas y expectativas: algo se pierde, buscamos algo, algo es hallado pero no es reconocido, o es intuido pero es innombrable, o no existe pero no está de más seguir buscando, o está de más seguir buscando, exista o no. «Ya que tenemos ojos suponemos que hay algo que ver» nos recuerda a otra frase que aparece en «Una sucesión de amaneceres», de Llantos Elíseos: «Hablamos porque creemos en la comunicación nunca pensé que dijera estas palabras diré otras para compensar diré por ejemplo que la comunicación es el condón del lenguaje». ¿Lo vieron? Ese poema comienza al centro y termina en el margen. Uno puede ver al poeta corriendo.

El notable poema «Lejos de mí decirles compañeros», de Ocho cuartetas en contra del caballo de paso peruano, de 2008, está dirigido a unos hipotéticos compañeros de generación. «Compañeros de generación», dice, «nuestros versos podrían estar escritos en una lengua más conjetural están demasiado cargados de castellano de unidad como si fuéramos uno no somos uno está muerto» (se refiere al castellano). «Compañeros de generación», comienza el verso. «No somos uno», termina el verso. Y las treinta sílabas entre una frase y la otra son todo el tiempo en que Montalbetti pertenece a su propia generación antes de declararse diferente y expulsarse. Montalbetti no se parece a su generación, si es que existe tal cosa como una generación: es una excepción en un horizonte gobernado por tribus de poetas urbanos y un puñado de poetas insólitos. La crítica, con gran instinto, juzgando por los títulos de sus libros y sintiéndose probablemente confundida por su contenido, azarosamente lo ha dejado fuera de esa generación y fuera de todas. Eso es lo que se llama un hallazgo poético, un díctum trágico que funciona, aunque sea de carambola. Montalbetti es singular, más «contra el lenguaje», más ajeno a las modas, más hermético (eso pasa cuando descrees de la comunicación). Parece pararse más allá, estar más lejos, antes o después, concreto y en el centro del lenguaje, como un perro negro; abstracto y en los márgenes del lenguaje, como el fin desierto. Es un poeta mayor en una generación a la cual no pertenece. Lejos de mí decirles es el más notable libro de poesía publicado este año, una gran oportunidad para que los lectores peruanos reparen la deuda que tienen con uno de nuestros más grandes poetas de hoy.

19.7.13

Morrissey y el misterio del penne atomatado

-->En el último Velaverde publiqué una mini-crónica sobre la tocatta y fuga culinaria del artista inglés a su paso por Lima. Aquí está:

Viene Miguel Bosé, los periodistas lo acribillan con las preguntas que parecen ser tópico obligado en los cursos de Entrevista I, II y III en las escuelas de periodismo del país. Es decir, con qué platos peruanos ha tenido intimidad, si ya probó el pisco sour, qué manjar local oculta en su mesa de noche y otras interrogantes diseñadas para llegar al (plato de) fondo del personaje y comprender el (anticucho de) corazón de su arte. Acto seguido, a Bosé se le escapa el duende lorquiano y desconcierta a los periodistas respondiendo no acerca del menú de la inmensa nación-restaurant en cuyo aeropuerto acaba de aterrizar, sino criticando la tontería de las preguntas. A los reporteros se les recuecen los sesos a la peruana en su tinta de líquido encéfalo-raquídeo. Enigmáticamente, la opinión pública no crucifica al movedizo cantautor español ni le saca en cara su inteligencia elitista, ni lo lanza a la gran olla comunal para comérselo con su pan; por el contrario, le da la razón. Bosé, al día siguiente, a la hora del almuerzo post-incaico, que es como la nueva misa criolla, se reconcilia con la peruanidad al exclamar “ñam ñam” al tiempo que procede a degustar una hilera interminable de exóticos potajes de la fusión novoandina.
Los periodistas, para mayor sorpresa de la ciudadanía, aprenden su lección y guardan el viejo cuaderno Loro en que llevan anotadas sus preguntas. He aquí que desciende sobre el Jorge Chávez ni más ni menos que Steven Patrick Morrissey (Lancashire 1959 - ¿Lima 2013?) con la intención de brindar a sus engominados seguidores dos conciertos-boutique, conciertos-delicatessen, solo para iniciados. La nube periodística le formula preguntas asaz controversiales (ok, no) que, insólitamente, en ningún momento parecen siquiera orbitar las inmediaciones del planeta Mistura. Morrissey, quien ya estuvo antes en esta feria gastronómica permanente que es la República de Marca Perú ®, y que, debido a esa experiencia previa, probablemente había ensayado en su aeronave las palabras “cevichei”, “tacoo-tacoo”, “chanfainitah” y “raspadilah de aguaymantou”, se encuentra ante el insólito deber de hablar de música. El observador, unos días después, se preguntará: ¿Por qué no le hablaron de comida? ¿Por qué nadie le dijo nada a este pobre hombre?

Morrissey, en Lima, vive un romance británico con sus fanáticos. Una masa caótica que bordea los 25 lo espera en la puerta de su hotel en la capital nacional del post-punk, el aguerrido distrito de Miraflores. Le piden autógrafos: los firma; se toman fotos con él: sonríe como la Gioconda, saco a cuadros, penacho rebelde, un creciente parecido con Jean Paul Strauss. No está sólo de paso: se quedará varios días en Lima. Un cuidadoso plan alimentario vincula su estómago con la mesa patria pero, entonces, sobreviene lo inesperado. Su equipo de prensa anuncia que el artista ha caído víctima del mal peruano: la bicicleta.

El país es recorrido por un temblor interior: ¿será que la cada vez más sofisticada cuisine péruvienne, orgullo nacional, que ha suplantado en la imaginación de la aldea local a Machu Picchu, a Chabuca, a Santa Rosita, al almirante Miguel Grau y al segundo himno nacional más bello del mundo, y que dentro de poco conquistará los cinco continentes, sigue siendo, después de todo, la misma antigua cocina de carretilla popular, carne de caballo, aguas servidas y peces con patas, caldo de cultivo de todas las bacterias del universo? ¿Qué será de los peruanos si el inminente deceso del maestro Morrissey, víctima de un sospechoso y posiblemente chalaco vibrio cholerae, nos devuelve al pasado y nos enfrenta a la imagen que solíamos tener de nosotros hasta que Gastón Acurio refundó el estado-nación? ¿Será que en el fondo seguimos siendo el mismo país de siempre, moribundo, muerto de hambre, caótico, corrupto, huachafoso, a años-luz de la modernidad y a siglos-luz del primer mundo? Sólo que, en tiempos recientes, pásate ese tiradito, chilcanos van, chilcanos vienen, hemos tenido la barriga llena y, por lo tanto, hemos creído tener, también, el corazón contento, sin recordar que hay otras cosas en el mundo además de los tres refrigerios del día.

La prensa vuelve al escenario: el periodismo de investigación sigue el rastro del culpable. Un diario reputado por sus destapes (de calatas) descubre al maléfico culpable: una papa rellena. Siempre hemos sospechado de ella. Nunca supimos si es plato de brunch, almuerzo o cena; nunca supimos si es entrada o segundo, si debe o no debe llevar pasas. Es distinta. Pero algo no calza: Morrissey es vegetariano, la papa rellena lleva carne. Si le sirven una, comerá solo lo de afuerita. Si la papa es inocente, ¿quién tiene la culpa? Los ojos empiezan a apuntar al extranjero: el extraño saco a cuadros, el penacho anacrónico. Morrissey canceló una gira en Estados Unidos hace un tiempo debido a una crisis de úlceras. Dicen que en Lima no había vendido muchas entradas. Después de declarar que suspendía todas sus fechas latinoamericanas, se corrigió y repuso en el calendario sus conciertos en Chile y Brasil.

¿Desaire? Insoportable representante de la imperial Rubia Albión, Morrissey no solo había plantado a la masa de casi 25 en las puertas de su hotel en el asentamiento humano Miraflores; además había querido culpar al único dios que queda de pie en el retablo patrio: nuestro arte culinario. Quiso enfrentar a nuestra gastronomía con nuestra gastroenterología sin importarle los sentimientos de los demás comensales. Burn the disco, hang the blessed DJ!, grité yo. Démosle su merecido. Ha atentado contra los dos símbolos más visibles de nuestro cosmopolitismo: los conciertos de músicos anglosajones no enteramente pasados de moda y nuestro plan de conquistar el planeta estómago por estómago.

Pero no: un mensaje en su página web anuncia desde el ciberespacio que su infección no fue ocasionada por la papa rellena ni el tacoo-tacoo: fue un penne entomatado entumecido: la culpa es de la bella Italia. Nuestra honra está salvo. (¿Pero quién le dijo a Morrissey que viniera al Perú a comer platos de bachiches?)... Y ahora que estuvimos a punto de apanar y deglutir al genio de Lancashire, todo por una bacteria en un tomate, recordemos que aquí nomás, atracito de los restaurantes y los coliseos, siguen los pueblos jóvenes, la desnutrición, la miseria general, el país de siempre. Nunca sabremos a quién se le ocurrió deslizar el maledetto pomodoro por el esófago de Morrissey, pero sabemos que mucha comida malograda afectará a los niños del Pronaa en cualquier momento. Y será menos noticia.

15.7.13

¿Siete focus groups de interpretación de la realidad nacional?


Hasta ahora, todos mis comentarios sobre Asu mare han dejado de lado cualquier crítica directa a Carlos Alcántara. Ahora ya no. Acabo de leer este artículo en La República y está claro que Alcántara es conscientemente un negociante populista, el perfecto complemento para gente como Bullard o Mariátegui.

Alcántara ve el cine estrictamente como una industria --ventas, colas, taquilla, canchita y merchandising-- y cualquier cosa que no sea una pachotada como Asu mare le resulta "aburrida, lenta, oscura y densa". Habla de "reivindicar al público con su propio cine peruano" como si ese comercial de hora y media que es Asu mare fuera fruto del folclore nacional o del alma del pueblo y no naciera de la serie de focus groups que sus amigos publicistas hicieron antes de arriesgar su billete. ¿O es que en la República de Marca Perú las agencias de publicidad son el nuevo proletariado?

O Alcántara se ha rayado y cree que él es el espíritu de la peruanidad o ya le gustaron demasiado los dividendos. Pero el cine peruano no tiene por qué ser un cine oligofrénico, repetitivo y chato, mezcla de sitcom de los setentas con Risas en América, como Asu mare. No será mejor cine porque dé más empleo (con el dolor de nuestro corazón, es verdad) ni será mejor cine porque ocasione más carcajadas por segundo.

¿Hasta cuándo vamos a seguir en este proceso de estupidización minuciosa de cada aspecto de la vida nacional? Nuestro cine sí vive un despegue: las películas de Llosa, Méndez, Fuentes-León, los Vega, etc., son una demostración inmediata y conocida. Decir que el verdadero boom se da con Asu mare es tan absurdo y despatarrado como decir que ahora que el librito de Pedro Suárez Vértiz lo piratean en las calles se marca el despegue de la literatura peruana.

Alcántara tiene todo el derecho del mundo de disfrutar de su plata y de su éxito, pero haría muy bien en no referirse a la obra de esos otros cineastas de manera tan idiota, como si ellas no fueran obras nacidas del Perú, de lo peruano, como si el interés de esos cineastas en explorar temas interesantes, complejos e importantes para nuestra historia fuera criticable porque es "muy denso". O como si ya, de una vez, oficialmente, tuviéramos que aceptar que la capacidad de pensar, razonar, racionalizar y reflexionar no es propia de los peruanos.

Nadie te va a quitar tu público, Cachín, pero harías bien en dar las gracias al cielo de que lo hayas encontrado y no andar por ahí saboteando el trabajo de los otros. Es decir, de los que hacen un trabajo mucho mejor que el tuyo a cambio de muchísimo menos.

14.7.13

Te rindo homenaje, me rindes homenaje

(Este post fue originalmente una entrada en mi muro de Facebook. Facebook lo borró, sin explicar por qué, diciendo sólo que contravenía las políticas del sitio, y además me prohibió usar mi cuenta por 12 horas. Me pregunto si criticar a Martha Meier va contra las reglas de Facebook. Lo cierto es que ahora mismo, en el muro de Martha Meier en Facebook, hay un thread donde los comentaristas me insultan de todas las maneras posibles, incluyendo a alguien que me llama "pro-MRTA". Y Facebook no dice nada, y nadie dice nada y ciertamente Martha Meier no dice nada. Me llaman "pro-MRTA" y no hay problema pero a mí me censuran por decir que sus artículos son primariosos. Uno juraría que una persona que tiene tres periódicos y un canal de televisión no necesitaría andar censurando los pobres posts que un comentarista independiente coloca en un muro de Facebook o en un blog como éste, que ni siquiera tiene un auspiciador. Parece que no es así: parece que no le basta con controlarlo casi todo: quiere controlarlo todo. Y siendo incapaz de responder con argumentos, responde con atropellos. El post decía lo siguiente):

Conmovedora la columna de Martha Meier Miró Quesada en su homenaje a Francia hoy en El Dominical. A mí por lo menos me ha conmovido porque me la he imaginado sentada frente a su computadora escribiendo ese texto, que tiene el nivel de una tarea de quinto de primaria, alucinando que en verdad está diciendo algo inteligente. Su artículo es una lista de grandes nombres franceses entre los cuales se da tiempo para aludir a los inventores del lápiz y la champaña pero olvida mencionar, por ejemplo, un solo filósofo. En su mente infantil, Jules Verne merece ser destacado pero no Comte, no Descartes, no Bergson, no Derrida, no Foucault, etc. En cambio, sí se da el tiempo para mencionar a uno de los mayores exponentes de la pintura francesa: Marc Chagall. Lástima que Chagall sea ruso. Otro brillante aporte de Martha Meier a la cultura peruana. 

Será por eso que la Cámara Peruana del Libro le rendirá un homenaje a esta sabia en la Feria del Libro que se inaugura dentro de unos días. Dicho sea de paso, el evento es organizado por la Directora Cultural de la Cámara Peruana del Libro, la poeta Doris Moromisato. Hace pocos años Martha Meier dirigió un documental-homenaje a Moromisato basado en un libro de la poeta niséi. Ahora Moromisato le rinde un homenaje a Meier en la feria. Diría John Lennon: "I scratch your back and you scratch mine". Yo, menos sutil, digo: no se pasen de pendavis. La Feria del Libro puede ser una iniciativa privada pero es una iniciativa cultural, no una excusa para hacer regalos a los amigos, pasarles una franelita, limpiarles la imagen o devolverles un favor. Martha Meier, la fracasada candidata fujimorista al Congreso en el 2000, ha hecho tanto por la cultura del libro en el Perú como Mario Poggi ha hecho por el desarrollo de las psicología. Déjense de vainas. Y los escritores invitados a esa feria deberían decir algo. No se puede vivir siempre con la boca cerrada.

12.7.13

Alexis Iparraguirre: campeón mundial de debate en solitario (peso paja)


Me insulta y dice mentiras sobre mí. Cuando otros entran a corregirlo, los borra y los bloquea. Cuando yo entro y lo corrijo, al minuto borra mi comentario, seguramente avergonzado. Y de inmediato me bloquea para que no pueda replicar ni reaccionar de ninguna manera. Lástima para él que yo haya tomado un "screen shot" con la imagen del comentario que puse en su muro y que él borró corriendo. Ustedes lo pueden leer ahora en la foto (sólo he nublado un poco las fotos de terceras personas). Como verán, era una invitación a debatir conmigo dejando de lado sus insultos y sus mentiras. Pero se corrió, porque sin insultos y sin mentiras no tiene nada que decir. Así son pues: coletean y paran las plumas cuando uno no puede responder, pero se arrojan abajo de la cama apenas escuchan pasos. Uno les hace dos o tres preguntas y tiemblan como si uno hubiera sacado puñales. Con ustedes Alexis Iparraguirre. (El texto que borró con la rapidez de un beatito que ve al demonio y sale corriendo es el que tienen en la imagen, que pueden ampliar haciendo clic en ella).

9.7.13

FAVOR ESCRIBIRME MAILS ELOGIOSOS PARA EMPEZAR UNA BONITA AMISTAD

Quiero compartir con la amable teleplatea un artículo de Lucas Ghersi sobre mí (ok, contra mí) aparecido en un moderno periódico inalámbrico de la interwebs. Entiendo que el autor es un joven estudiante de la PUCP. (Ghersi critica un texto mío titulado “El estúpido y perverso dios del mercado”.

En el pasado les he respondido a jóvenes estudiantes de la PUCP y otros templos del saber y acto seguido la teleplatea me ha propinado violentos apanados virtuales por abuso de menores (incluso cuando le respondí a Marco Sifuentes, que a la sazón frisaba los treinta años de edad física). En otras ocasiones no he respondido, para evadir el callejón oscuro y el estigma. Esta vez opto por el punto medio: reproducir el artículo para que ustedes, teleplatea, descubran su solidez de argumentos, su claridad racional y la intachable lógica con que el joven Ghersi me deja hecho leña.

Lo que me ha sorprendido es ver, gracias a una mano amiga, el muro de FB de otro joven, el joven Alexis Iparraguirre, ex estudiante de escritura creativa (carrera que le hubiera convenido cursar antes de la publicación de su primer libro), donde el citado joven Iparraguirre, a quien sólo he visto dos veces en mi vida —la primera de ellas jugando monopolio en una azotea (experiencia de la que parece haber extraído todo su conocimiento sobre economía)—, republica el artículo del joven Ghersi y se refiere a mí como si fuera su amigo de años, con cariñosos sobrenombres que no creo merecer, pero que agradezco.

En ese muro, el joven Alexis, que frisa diez más de los que frisaba Sifuentes en su momento, comenta el artículo del joven Ghersi de manera tan aguda y graciosa que hasta yo mismo estoy tentado de ponerle "like". El problema es que, al igual que el joven Ghersi, no se refiere a una sola línea de mi texto, lo cual le facilita la tarea de atribuirme ideas que no sólo no he expresado nunca sino que he rebatido muchas veces (con argumentos que él haría bien en revisar, para usarlos en su batalla contra el falso Gustavo Faverón que él ha construido en su soledad).

Como la mayor parte de quienes comentan el post del joven Iparraguirre parecen darme la razón a mí y no a mi crítico (Ghersi) ni a su publicista (el joven Iparraguirre), el joven Iparraguirre se molesta y les pide que se vayan a mi muro a poner sus elogios hacia mí. Lo dice y acto seguido hace una breve descripción de lo que él considera mis actitudes habituales:

Dice el joven Iparraguirre: “Estimado Humberto, puedes ir a manifestar tu admiración por el sabio de Bowdoin a su muro. Del mío solo podrás esperar que nunca te preguntaré con qué derecho hablas si no eres PhD, nunca te llamaré inmoral a la primera malhumorada ni confabulare con mis amigos del ciberespacio contra ti por discrepar. Tampoco tendrás en este muro defensas del Estado de Israel y de sus masacres y menos agresiones discriminatorias a partir de una pretendida superioridad intelectual (que incluyen el basureo en plan faite de Yauca)”.

A lo que debo responder:

1. Nunca le he pedido a nadie que no opine si no tiene un PhD. El joven Iparraguirre y el joven Ghersi, por ejemplo, tienen todo el derecho de opinar sobre todos los temas que les interesen y si, de carambola como hoy, sus opiniones llegan a mí, las escucharé como escucho cualquier opinión. Supongo, claro, que después yo tengo derecho a opinar sobre ellas, a pesar del PhD. (La “desgracia” de los doctores: decimos algo y por el sólo hecho de decirlo y ser doctores se nos llama “autoritarios”).

2. Nunca he llamado inmoral a nadie a la “primera malhumorada”. Lo he hecho cuando he pensado que alguien es un inmoral, lo cual es un hecho independiente de mi humor. También digo que alguien es zurdo si lo veo escribir con la mano izquierda o que una manzana es verde si veo que es verde. Me dirán que estos casos son incomparables con el otro porque son muy obvios. Diré que sólo he llamado inmoral a alguien cuando ha sido, para mí, así de obvio.

3. No confabulo con mis amigos del ciberespacio contra nadie por discrepar conmigo. En general, no confabulo. En general, no tengo amigos del ciberespacio (suficiente con mis amigos del otro espacio).

4. Defiendo el derecho del Estado de Israel a existir exactamente tanto como defiendo el derecho del pueblo palestino a constituirse en un Estado Palestino independiente, autogobernado y soberano. El Estado de Israel ha cometido innumerables crímenes de lesa humanidad en la guerra que libra contra numerosos grupos terroristas desde hace décadas. Nunca defenderé esos crímenes y tampoco defenderé los crímenes de lesa humanidad cometidos por los grupos terroristas palestinos.

5. “Faite del Yauca”. Mis amigos dudan que soy chalaco porque dicen que La Punta no cuenta como parte del Callao. Pero mis amigos, que tienen mejor gusto que el joven Iparraguirre, no piensan que llamar “faite del Yauca” a una persona por el simple hecho de ser chalaco sea una buena estrategia retórica. Y eso que mis amigos son unos atorrantes.

6. Además de esas tonterías, me atribuye otras, como que yo creo que existe una “alta cultura” que es superior y está claramente diferenciada de una “baja cultura”. ¿Cómo aclaro eso? Ya sé. Lo diré. No existe una “alta cultura” que sea superior y esté claramente diferenciada de una “baja cultura”. Pero, ojo, eso no hace que Corín Tellado sea mejor literatura que La metamorfosis. Sí hay, en cambio, mambos de Pérez Prado que son mejor música que mucha música clásica. Esa es la gracia. Decir que “Asu mare” es una mala película no es decir que todas las películas del mundo deban ser bergmanianas y, además, no todas las películas bergmanianas son buenas.

En fin, debo considerar con mis múltiples secuaces si vale la pena contestarle de verdad al joven Iparraguirre o si basta con aclarar la única confusión que en realidad me preocupa: que alguien vaya a pensar que yo con el joven Iparraguirre tengo alguna familiaridad. No es así.

Una vez me envió un libro de cuentos suyo y leí varios. Uno estaba en algo y los demás eran muy malos. Tiempo después, cuando estaba yo de visita en Lima, alguien se me acercó en la cafetería del CCPUCP, me saludó y me preguntó “qué te pareció mi libro”. Luego de dudarlo mucho y de responder vaguedades tuve que confesar que no sabía quién era la persona que me estaba hablando. Como había incómodos testigos presentes, parece que esta persona se sintió ninguneada. (Es el tipo de cosa que no afectaría a nadie que tenga algo de confianza en sí mismo pero que sí afecta a otro tipo de gente). Cuando se marchó, me contaron que era el joven Alexis Iparraguirre. Pregunté quién era el joven Alexis Iparraguirre y luego de muchas explicaciones entendí que era el antiguo jugador de monopolio y autor del libro que no me había gustado pese a mi esfuerzo por que me gustara.

Desde entonces, tiene la costumbre de hablar mal de mí en público y en privado, y al parecer ahora creyó que publicar el artículo del joven Ghersi era darme una bofetada. A juzgar por los comentarios en su propio muro —que, como digo, he visto gracias a una mano amiga—, el tiro le salió por la culata.

Ahora, en ese muro, les dice a sus propios comentaristas (que les dan con palo a él y, lamentablemente, también al joven Ghersi), lo siguiente: “Con todo cariño, los invito a que interpelen a Faverón (…) e incluso puedo apostar la réplica que obtendrán: inmorales, etc. Bueno, a menos que empiecen enviándole un mail elogioso y ya por ese lado construyan otra relación”.

Patética mentira. Él comenzó así, enviándome un mail patero. Y ya ven que no construyó conmigo una buena relación.

Y dicho esto, yo regreso a mi cama a ver episodios pasados de "La Previa" en YouTube mientras que el falso Gustavo Faverón que el joven Iparraguirre ha construido en su soledad regresa a su torre de marfil a seguir planificando su lucha contra el pueblo peruano.

4.7.13

El estúpido y perverso dios del mercado

¿Por qué nos suena a la vez estúpida y perversa la prédica de los falsos liberales (Aldo Mariátegui, Alfredo Bullard y las demás calabazas semovientes de la extrema derecha) cuando hablan acerca de la infalible perfección con la que el mercado es capaz de regularlo todo y nunca equivocarse?
Primero, nos suena estúpida y perversa a la vez porque la estupidez ilustrada es una perversión en sí misma. Es perverso que a profesionales formados en extraordinarias universidades no les preocupe que millones de peruanos estudien en universidades ridículamente malas. ¿Y por qué no les preocupa ni les molesta? Porque piensan que ése es el destino que el mercado les asigna a esos peruanos: no pueden pagar otra cosa, por tanto, eso les corresponde. Y si el mercado lo dice está bien. Son como fanáticos religiosos que ven morir a una muchedumbre y piensan: "está bien; es parte del plan de Dios", sólo que su dios es el mercado, es decir el dinero.
En segundo lugar, nos suena perverso porque sabemos que la lógica del mercado no es nunca la de proporcionarle al público lo mejor sino la de proporcionarle al público lo más posible, no importa de qué estemos hablando ni importa de qué calidad sea. Y eso implica que el comerciante que se "perfecciona" en el mercado no "perfecciona" la calidad de su producto sino sus posibilidades de "colocarlo". A veces, para "colocar" algo hay que hacerlo peor, no mejor (más simple, más barato, menos durable, más descartable, más fácil de consumir, incluso más dañino o menos seguro). Eso quiere decir que, en la lógica del mercado, "perfeccionar" puede significar "empeorar". Y eso es perverso.
Un ejemplo. Piensen en el cine peruano. Las mejores películas peruanas de la década las han hecho, a mi juicio, Claudia Llosa y Josué Méndez. Pero la "mejor" desde el punto de vista del mercado la ha hecho un patín cuyo nombre nadie recuerda ni recordará jamás, el director de "Asu mare". Alguien puede discrepar de mi juicio sobre las películas de Llosa y Méndez y pensar que hay otras mejores, eso es debatible, claro, pero nadie en pleno uso de sus facultades mentales puede decir, hablando desde la estética y el juicio artístico, con alguna seriedad, que "Asu mare" es mejor que aquéllas.
Pero la lógica perversa del mercado nos dice que Claudia Llosa y Josué Méndez podrían "perfeccionarse" para producir bienes mejores. Es decir, podrían "perfeccionarse" para hacer películas que se vendan mucho, mucho más, como "Asu mare". "Perfeccionarse", en ese caso, ya no sólo significa empeorar: significa estupidizarse, volverse fatuo, vano, banal, superficial, insignificante y demagógico, renunciar a cualquier forma de pensamiento que no sea el chiste chato, el prejuicio y el lugar común.
Lo más triste es que ésa es la manera en que se están "perfeccionando" muchas cosas en el Perú: los colegios, las universidades, los canales de televisión, las radios, los periódicos, las revistas, la música, las artes plásticas, los discursos políticos, etc. Estamos asumiendo que esa lógica perversa es la manera en que debemos crecer y expandirnos. Por una vez en nuestra historia tenemos alguna confianza en nuestro crecimiento y la tiramos al tacho de basura confundiendo las estúpidas leyes del mercado con las leyes del espíritu, la inteligencia y la razón. Nos estamos haciendo más "perfectos". Perfectos. Patéticamente.

3.7.13

El náufrago de la santa / Presentación

(La semana pasada, Jeremías Gamboa y yo presentamos la nueva novela de Peter Elmore, El náufrago de la santa. Este es el texto que leí esa noche).
Hace años, Carolyn y yo vivíamos tranquilos en un pueblito en el noreste de Estados Unidos, en una casa enana de los años treinta que estaba pegada a otra casa gemela, divididas por un frágil tabique de drywall, y en esa otra casa vivían tres estudiantes como nosotros: un americano, un alemán y una rusa. El alemán y la rusa se fueron y los reemplazaron otra chica americana y un personaje diferente. Era un hombre de pelo largo y barba selvática, con cierto aire a Eric Clapton, que nunca comía y se alimentaba exclusivamente de café, pese a lo cual se iba a dormir tempranísimo y se levantaba con el sol, de madrugada, para salir a correr, en la medida en que era posible correr con la nieve hasta la cintura, como Jack Nicholson al final de El resplandor, y con las pistas congeladas, los anteojos amarrados al cráneo con una banda de jebe, una curita en la nariz, como Jack Nicholson en Chinatown, y una gorra negra de marinero, como la de Jack Nicholson en Atrapado sin salida. Por las tardes, se sentaba en el porche de la casita gemela a leer libros en francés, portugués, inglés, italiano e incluso español, murmuraba interjecciones contra Lacan, contra Derrida y eventualmente contra Piérola, y hacía llamadas telefónicas que terminaban siempre con su voz cascada entonando los últimos compases de You Are My Sunshine. Por las tardes, salía a caminar por las quebradas y los riachuelos, entre las cataratas, los precipicios y el anillo de montañas que rodean al pueblo. Según decía, buscaba las ruinas del manicomio donde pasa sus últimos años un protagonista de Los emigrados, de Sebald.
Ithaca, así se llamaba el pueblo, lo atraía por eso, por Sebald y porque era un lugar literario donde Vladimir Nabokov había escrito Lolita y donde aún se exhibe su colección de mariposas, las mismas mariposas que el mismo Nabokov persigue por esas mismas montañas en esa misma novela de Sebald. Para los vecinos de la calle York, se trataba del arribo de otro personaje inusual en un lugar donde lo inusual es usual y frecuente. Para mí, en cambio, era la llegada de un amigo de años que además se convirtió en mi profesor por un semestre y en lector de mi tesis. Recuerdo como si hubiera sido ayer cada conversación que tuve con él acerca de esa disertación doctoral por la que andaba yo rebanándome los sesos. (Acerca de conversaciones que ocurrieron hace diez años y que uno recuerda como si hubieran sido ayer, pueden consultar el libro de Cathy Caruth Trauma: exploraciones en la memoria). Recuerdo en particular una noche en la que discutimos por horas un punto teórico de mi tesis: yo defendía una idea, él defendía la idea contraria, como ocurre siempre. Como ocurre siempre, no llegamos a ningún acuerdo, y al final de la noche él se puso de pie, caminó hacia la puerta de salida, se dio media vuelta para mirarme de arriba abajo y me ofreció, de un solo grito, el consejo que todo estudiante quiere escuchar de su maestro en momentos así: “¡Húndete!”. Acto seguido, como diría Fuguet, tiró la puerta de un portazo y caminó a trancos largos y rotundos los ocho centímetros que separaban su casa de la mía.
Peter debía de estar escribiendo por entonces El fondo de las aguas, y ya había escrito varios de los mejores libros de crítica literaria publicados por un autor peruano en las últimas tres décadas, un ejemplo notorio de que, contra el lugar común, la crítica peruana no está en crisis; los que están en crisis son los medios que deberían llevar esa crítica hasta los lectores. Los muros invisibles, La fábrica de la memoria, El perfil de la palabra y la colección de artículos La estación de los encuentros son libros sólidos, eruditos, bien fundados, originales y, además, extrañamente accesibles en un oficio donde el hermetismo es como una virtud cultivada, muchas veces, para evitar que las ideas de uno puedan ser puestas en discusión. El hecho de que Peter alterne su labor crítica con su trabajo como autor de ficciones, y que esa alternancia se produzca con una regularidad que en cualquier otro sólo parecería una regularidad maniática pero que en su caso lo es, nos dice algo importante acerca de la manera en que Peter ve la literatura: como un espacio para la reflexión y el debate, un trabajo creativo e intelectual que de pronto puede cobrar la forma de un ensayo o la de un relato, pero que nunca pierde la intención de ser una búsqueda. Uno puede ver las ideas sobre la ciudad literaria de Los muros invisibles reflejarse en las calles laberínticas y misteriosas de Lima en El enigma de los cuerpos. Uno ve las intuiciones sobre la novela histórica latinoamericana de La fábrica de la memoria influir quince años más tarde en la forma de la narración de El náufrago de la santa. Uno ve sus entradas y salidas de la obra de Ribeyro en El perfil de la palabra y de las obras de muchos otros autores contemporáneos en La estación de los encuentros transformar su estilo narrativo desde las novelas Las pruebas del fuego y El fondo de las aguas hasta el lenguaje metódico y digresivo de El náufrago de la santa.
Izq. a der.: yo, Peter y Jeremías.
Sus amigos sabemos que los géneros literarios que mejor se prestan al espíritu de Peter son la sutil invectiva, la diatriba directa, el artero e-mail y el peruanísimo raje a discreción, pero esa obra se mantiene secreta para la mayoría y debemos discutir su obra pública. La más reciente es El náufrago de la santa, creo que su novela más breve, que se mueve entre muchos géneros y cruza sus fronteras: la novela gótica a ramalazos sorpresivos, crecientes según se aproxima el final, el romance de época, el misterio policial, que es su piedra de toque desde El enigma de los cuerpos, la narración sobrenatural y, por supuesto, la novela histórica.
El náufrago de la santa no es una novela histórica en el sentido más trillado y equívoco del término: no es el relato de un hecho histórico transformado o reformado en la ficción, ni es tampoco una novela en donde la reconstrucción histórica —en este caso, la del Perú o más precisamente Lima y el Callao en los años cuarenta— sea un objetivo en sí misma. Pero sí es una novela histórica en la medida en que se interroga acerca de la relación entre, no dos, sino, de hecho, tres periodos de la historia del Perú: el momento en que ocurren los hechos narrados, que es 1947; el momento en que esos hechos son referidos por escrito por uno de sus sobrevivientes, cuatro décadas más tarde, hacia el final del primer gobierno de Alan García, y, claro está, como en cualquier ficción con rasgos de novela histórica, el periodo en que la novela es escrita y leída, es decir, este tiempo, el presente, que coincide con el tiempo en que el narrador principal reconstruye los hechos.
En una época como la nuestra, donde abundan las ficciones post-apocalípticas, El náufrago de la santa es, más bien, una novela pre-apocalíptica. Se puede ser post-apocalíptico de maneras brillantes e incluso insólitas y uno puede encontrar el aliento de los post-apocalíptico en ficciones que no parecen serlo. La vieja pregunta de Zavalita en Conversación en La Catedral, “¿en qué momento se había jodido el Perú?”, ¿no es, en cierto sentido, una pregunta post-apocalíptica, una que se interroga sobre el momento en que la destrucción y la devastación han sucedido? De ahí probablemente que la Lima de ese Vargas Llosa sea como una ruina gris poblada por memorias y fantasmas, viva todavía pero en cierta forma posterior a sí misma. Conversación en La Catedral es una novela que marcó la obra de Peter, notoriamente en El enigma de los cuerpos, y por eso es interesante ver que al cabo de cierta trayectoria, Peter arriba, en El náufrago de la santa, a una ficción que no se pregunta acerca del momento en que el Perú se frustró y desarticuló, sino acerca del momento en que eso pasará o, en todo caso, acerca del momento en que ese proceso llegará a su punto más álgido o a su final, a su final trágico, si tal cosa es posible. Es, digo, una novela pre-apocalíptica, y como tal, su mecanismo articulador no es la pregunta sobre el pasado, pese a ubicarse en el pasado, sino la pregunta sobre el futuro, la expectativa: el desastre inminente, el terror acechante, el horror a punto de llegar.
La historia ocurre en 1947, año de crisis, y es recordada por uno de sus protagonistas alrededor de 1988, año de crisis. En 1947, poco después de acabada la Segunda Guerra Mundial, el Perú atravesaba una de esas recurrentes coyunturas nuestras en las que una vasta zona de la población se empobrece y una zona muy reducida se vuelve rica en extremo. En el país, se acercaba el fin del gobierno de Bustamante y Rivero, había un desbarajuste político, cambios de gabinete y se venía la dictadura de Odría. A nivel mundial, es la época de Bretton Woods, el nacimiento del nuevo orden económico, la creación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Con las fronteras del mundo cerradas para gran parte del comercio durante los años de la guerra, 1947 fue, aquí, el fin de un periodo de recesión, despidos y desabastecimientos a partir del cual comenzó una relativa bonanza. La siguiente gran crisis económica del país entró a su punto más insoportable en 1988, que es cuando, en la novela, un personaje ya anciano recuerda el misterio de 1947.
Ese año —en la novela—, el mar del Callao vara en su orilla el cuerpo de un náufrago. En 1988 el hombre que recuerda esa historia parece literalmente víctima de un naufragio: escribe entre oscuridades, le teme al mundo exterior, vive en algún lugar de Lima como Robinson Crusoe en la isla: son las bombas de Sendero Luminoso que lo cercan, los apagones que lo ciegan. Es, además, un tiempo de recesión, despidos y desabastecimientos: es el año de los paquetazos de Abel Salinas; dos años antes, el mar del Callao ha varado muertos en su orilla: la matanza de los penales. El evento catastrófico que amenaza a los personajes en 1947 (un motivo constante en la novela es la aparición de augurios y vaticinios sobre un horror venidero) sigue siendo una amenaza en 1988: todo es endeble, todo puede venirse abajo, las señales del apocalipsis son viejas, los presagios se vuelven permanentes, los locos, los enfermos, los ángeles y los demonios parecen repetir, a lo largo del siglo veinte, la profecía atribuida a Santa Rosa de Lima, en cuyo día, el 30 de agosto de 1947, comienza la novela —por eso “el náufrago de la santa”—, o vivir esperando que se cumpla. Pero el mar nunca llega a salirse, los barcos del Callao no encallan en la Plaza de Armas de Lima; eso, todavía, sigue quedando para el porvenir. Eso es lo que llamo pre-apocalíptico. Aquí nos sirve haber recordado el libro de Caruth sobre el trauma: el náufrago parece un vestigio del futuro, alguien que ha visto el desastre o la continua inminencia del desastre, y ahora es incapaz de articular su memoria: se queda mudo. Los demás personajes lo ven como un signo escrito en un idioma ajeno, o como un dibujo, como uno de los dibujos premonitorios que él mismo diseña.
Y sin embargo, cuando lean el libro verán que hay muchas otras dimensiones y que la forma en que esta ficción se relaciona con la historia es distinta y atípica para una novela que, al menos yo, he venido llamando histórica. Aquí nada parece ser colectivo, nada es masivo, todo es íntimo, los escenarios son breves y poco más que escondrijos, un cuarto en un hospital, otro en una clínica psiquiátrica, escenarios de encuentros furtivos, la sala de una casa. Como en las tragedias de Shakespeare y Calderón, el horror proviene del encuentro entre naturaleza y humanidad, en las orillas del mar, por ejemplo, donde los hombres y las mujeres ven augurios en los animales pero no saben leerlos, o en las páginas de un bloc, cuando un artista, queriendo representar el mundo, dibuja el lado funesto, siniestro del mundo, su corrupción, su malignidad, los ojos con que nos mira desde el pasado y desde el futuro. Eso mismo hace Peter en esta novela, ése es el camino que se ha trazado desde hace varios libros y espero que en muchos más. Ése es mi augurio. Yo sé que no es tan auspicioso como un “¡húndete!”, pero se hace lo que se puede.