(La semana pasada, Jeremías Gamboa y yo presentamos la nueva novela de Peter Elmore, El náufrago de la santa. Este es el texto que leí esa noche).
Hace años, Carolyn y
yo vivíamos tranquilos en un pueblito
en el noreste de Estados Unidos, en una casa enana de los años treinta que
estaba pegada a otra casa gemela, divididas por un frágil tabique de drywall, y
en esa otra casa vivían tres estudiantes como nosotros: un americano, un alemán
y una rusa. El alemán y la rusa se fueron y los reemplazaron otra chica
americana y un personaje diferente.
Era un hombre de pelo largo y barba selvática, con cierto aire a Eric Clapton,
que nunca comía y se alimentaba exclusivamente de café, pese a lo cual se iba a
dormir tempranísimo y se levantaba con el sol, de madrugada, para salir a
correr, en la medida en que era posible correr con la nieve hasta la cintura,
como Jack Nicholson al final de El
resplandor, y con las pistas congeladas, los anteojos amarrados al cráneo
con una banda de jebe, una curita en la nariz, como Jack Nicholson en Chinatown, y una gorra negra de
marinero, como la de Jack Nicholson en Atrapado
sin salida. Por las tardes, se sentaba en el porche de la casita gemela a
leer libros en francés, portugués, inglés, italiano e incluso español,
murmuraba interjecciones contra Lacan, contra Derrida y eventualmente contra
Piérola, y hacía llamadas telefónicas que terminaban siempre con su voz cascada
entonando los últimos compases de You Are
My Sunshine. Por las tardes, salía a caminar por las quebradas y los
riachuelos, entre las cataratas, los precipicios y el anillo de montañas que
rodean al pueblo. Según decía, buscaba las ruinas del manicomio donde pasa sus
últimos años un protagonista de Los emigrados,
de Sebald.
Ithaca, así se
llamaba el pueblo, lo atraía por eso, por Sebald y porque era un lugar literario
donde Vladimir Nabokov había escrito Lolita
y donde aún se exhibe su colección de mariposas, las mismas mariposas que el
mismo Nabokov persigue por esas mismas montañas en esa misma novela de Sebald.
Para los vecinos de la calle York, se trataba del arribo de otro personaje
inusual en un lugar donde lo inusual es usual y frecuente. Para mí, en cambio,
era la llegada de un amigo de años que además se convirtió en mi profesor por
un semestre y en lector de mi tesis. Recuerdo como si hubiera sido ayer cada
conversación que tuve con él acerca de esa disertación doctoral por la que
andaba yo rebanándome los sesos. (Acerca de conversaciones que ocurrieron hace
diez años y que uno recuerda como si hubieran sido ayer, pueden consultar el
libro de Cathy Caruth Trauma:
exploraciones en la memoria). Recuerdo en particular una noche en la que
discutimos por horas un punto teórico de mi tesis: yo defendía una idea, él
defendía la idea contraria, como ocurre siempre. Como ocurre siempre, no
llegamos a ningún acuerdo, y al final de la noche él se puso de pie, caminó
hacia la puerta de salida, se dio media vuelta para mirarme de arriba abajo y
me ofreció, de un solo grito, el consejo que todo estudiante quiere escuchar de
su maestro en momentos así: “¡Húndete!”. Acto seguido, como diría Fuguet, tiró
la puerta de un portazo y caminó a trancos largos y rotundos los ocho
centímetros que separaban su casa de la mía.
Peter debía de estar
escribiendo por entonces El fondo de las
aguas, y ya había escrito varios de los mejores libros de crítica literaria
publicados por un autor peruano en las últimas tres décadas, un ejemplo notorio
de que, contra el lugar común, la crítica peruana no está en crisis; los que
están en crisis son los medios que deberían llevar esa crítica hasta los
lectores. Los muros invisibles, La fábrica de la memoria, El perfil de la palabra y la colección
de artículos La estación de los
encuentros son libros sólidos, eruditos, bien fundados, originales y,
además, extrañamente accesibles en un oficio donde el hermetismo es como una
virtud cultivada, muchas veces, para evitar que las ideas de uno puedan ser
puestas en discusión. El hecho de que Peter alterne su labor crítica con su
trabajo como autor de ficciones, y que esa alternancia se produzca con una
regularidad que en cualquier otro sólo parecería
una regularidad maniática pero que en su caso lo es, nos dice algo importante acerca de la manera en que Peter ve
la literatura: como un espacio para la reflexión y el debate, un trabajo creativo
e intelectual que de pronto puede cobrar la forma de un ensayo o la de un
relato, pero que nunca pierde la intención de ser una búsqueda. Uno puede ver
las ideas sobre la ciudad literaria de Los
muros invisibles reflejarse en las calles laberínticas y misteriosas de
Lima en El enigma de los cuerpos. Uno
ve las intuiciones sobre la novela histórica latinoamericana de La fábrica de la memoria influir quince
años más tarde en la forma de la narración de El náufrago de la santa. Uno ve sus entradas y salidas de la obra
de Ribeyro en El perfil de la palabra
y de las obras de muchos otros autores contemporáneos en La estación de los encuentros transformar su estilo narrativo desde
las novelas Las pruebas del fuego y El fondo de las aguas hasta el lenguaje
metódico y digresivo de El náufrago de la
santa.
Izq. a der.: yo, Peter y Jeremías. |
Sus
amigos sabemos que los géneros literarios que mejor se prestan al
espíritu de Peter son la sutil invectiva, la diatriba directa, el artero e-mail
y el peruanísimo raje a discreción, pero esa obra se mantiene secreta para la
mayoría y debemos discutir su obra pública. La más reciente es El náufrago de la santa, creo que su
novela más breve, que se mueve entre muchos géneros y cruza sus fronteras: la
novela gótica a ramalazos sorpresivos, crecientes según se aproxima el final,
el romance de época, el misterio policial, que es su piedra de toque desde El enigma de los cuerpos, la narración
sobrenatural y, por supuesto, la novela histórica.
El
náufrago de la santa no es una novela histórica en el
sentido más trillado y equívoco del término: no es el relato de un hecho
histórico transformado o reformado en la ficción, ni es tampoco una novela en
donde la reconstrucción histórica —en este caso, la del Perú o más precisamente
Lima y el Callao en los años cuarenta— sea un objetivo en sí misma. Pero sí es
una novela histórica en la medida en que se interroga acerca de la relación
entre, no dos, sino, de hecho, tres periodos de la historia del Perú: el
momento en que ocurren los hechos narrados, que es 1947; el momento en que esos
hechos son referidos por escrito por uno de sus sobrevivientes, cuatro décadas
más tarde, hacia el final del primer gobierno de Alan García, y, claro está,
como en cualquier ficción con rasgos de novela histórica, el periodo en que la novela
es escrita y leída, es decir, este tiempo, el presente, que coincide con el
tiempo en que el narrador principal reconstruye los hechos.
En una época como la
nuestra, donde abundan las ficciones post-apocalípticas, El náufrago de la santa es, más bien, una novela pre-apocalíptica. Se
puede ser post-apocalíptico de maneras brillantes e incluso insólitas y uno
puede encontrar el aliento de los post-apocalíptico en ficciones que no parecen
serlo. La vieja pregunta de Zavalita en Conversación
en La Catedral, “¿en qué momento se había jodido el Perú?”, ¿no es, en
cierto sentido, una pregunta post-apocalíptica, una que se interroga sobre el
momento en que la destrucción y la devastación han sucedido? De ahí
probablemente que la Lima de ese Vargas Llosa sea como una ruina gris poblada
por memorias y fantasmas, viva todavía pero en cierta forma posterior a sí
misma. Conversación en La Catedral es
una novela que marcó la obra de Peter, notoriamente en El enigma de los cuerpos, y por eso es interesante ver que al cabo
de cierta trayectoria, Peter arriba, en El
náufrago de la santa, a una ficción que no se pregunta acerca del momento
en que el Perú se frustró y desarticuló, sino acerca del momento en que eso
pasará o, en todo caso, acerca del momento en que ese proceso llegará a su punto
más álgido o a su final, a su final trágico, si tal cosa es posible. Es, digo,
una novela pre-apocalíptica, y como tal, su mecanismo articulador no es la
pregunta sobre el pasado, pese a ubicarse en el pasado, sino la pregunta sobre
el futuro, la expectativa: el desastre inminente, el terror acechante, el
horror a punto de llegar.
La historia ocurre en
1947, año de crisis, y es recordada por uno de sus protagonistas alrededor de
1988, año de crisis. En 1947, poco después de acabada la Segunda Guerra Mundial,
el Perú atravesaba una de esas recurrentes coyunturas nuestras en las que una
vasta zona de la población se empobrece y una zona muy reducida se vuelve rica
en extremo. En el país, se acercaba el fin del gobierno de Bustamante y Rivero,
había un desbarajuste político, cambios de gabinete y se venía la dictadura de Odría. A
nivel mundial, es la época de Bretton Woods, el nacimiento del nuevo orden económico,
la creación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Con las fronteras
del mundo cerradas para gran parte del comercio durante los años de la guerra,
1947 fue, aquí, el fin de un periodo de recesión, despidos y desabastecimientos
a partir del cual comenzó una relativa bonanza. La siguiente gran crisis económica
del país entró a su punto más insoportable en 1988, que es cuando, en la novela,
un personaje ya anciano recuerda el misterio de 1947.
Ese año —en la
novela—, el mar del Callao vara en su orilla el cuerpo de un náufrago. En 1988
el hombre que recuerda esa historia parece literalmente víctima de un naufragio:
escribe entre oscuridades, le teme al mundo exterior, vive en algún lugar de Lima
como Robinson Crusoe en la isla: son las bombas de Sendero Luminoso que lo
cercan, los apagones que lo ciegan. Es, además, un tiempo de recesión, despidos
y desabastecimientos: es el año de los paquetazos de Abel Salinas; dos años
antes, el mar del Callao ha varado muertos en su orilla: la matanza de los
penales. El evento catastrófico que amenaza a los personajes en 1947 (un motivo
constante en la novela es la aparición de augurios y vaticinios sobre un horror
venidero) sigue siendo una amenaza en 1988: todo es endeble, todo puede venirse
abajo, las señales del apocalipsis son viejas, los presagios se vuelven
permanentes, los locos, los enfermos, los ángeles y los demonios parecen
repetir, a lo largo del siglo veinte, la profecía atribuida a Santa Rosa de
Lima, en cuyo día, el 30 de agosto de 1947, comienza la novela —por eso “el
náufrago de la santa”—, o vivir esperando que se cumpla. Pero el mar nunca
llega a salirse, los barcos del Callao no encallan en la Plaza de Armas de
Lima; eso, todavía, sigue quedando para el porvenir. Eso es lo que llamo
pre-apocalíptico. Aquí nos sirve haber recordado el libro de Caruth sobre el
trauma: el náufrago parece un vestigio del futuro, alguien que ha visto el
desastre o la continua inminencia del desastre, y ahora es incapaz de articular
su memoria: se queda mudo. Los demás personajes lo ven como un signo escrito en
un idioma ajeno, o como un dibujo, como uno de los dibujos premonitorios que él
mismo diseña.
Y sin embargo, cuando
lean el libro verán que hay muchas otras dimensiones y que la forma en que esta
ficción se relaciona con la historia es distinta y atípica para una novela que,
al menos yo, he venido llamando histórica. Aquí nada parece ser colectivo, nada
es masivo, todo es íntimo, los escenarios son breves y poco más que
escondrijos, un cuarto en un hospital, otro en una clínica psiquiátrica,
escenarios de encuentros furtivos, la sala de una casa. Como en las tragedias de
Shakespeare y Calderón, el horror proviene del encuentro entre naturaleza y
humanidad, en las orillas del mar, por ejemplo, donde los hombres y las mujeres
ven augurios en los animales pero no saben leerlos, o en las páginas de un
bloc, cuando un artista, queriendo representar el mundo, dibuja el lado
funesto, siniestro del mundo, su corrupción, su malignidad, los ojos con que
nos mira desde el pasado y desde el futuro. Eso mismo hace Peter en esta
novela, ése es el camino que se ha trazado desde hace varios libros y espero
que en muchos más. Ése es mi augurio. Yo sé que no es tan auspicioso como un
“¡húndete!”, pero se hace lo que se puede.
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