28.10.13

La fujimorfosis

(Mi artículo aparecido hoy en la revista Velaverde).

¿Quién es este señor moribundo al que las oscuras fuerzas del mal obligan a atender una audiencia judicial, cuando es obvio que el pobre hombre está con un pie en la tumba y el otro pie en las puertas del cielo, a juzgar por las ojeras que se le salen de la cara esquelética, la lámina de legañas que le cuelga del ojo, el pelo caótico que ya parece endurecido por el rigor mortis, esa mirada extraviada que no es otra cosa que un anuncio del deceso ad portas?

¿Y quién es este otro sujeto, enérgico, extrovertido y vociferante, este hombretón de peinado perfecto que desfila por los pasillos de una clínica en bata reversible y con el poto al aire, gritándole a la gente a voz en cuello, repartiendo órdenes como caporal en chacra, exultante de vitalidad, con más sabor, más saoco y más sandunga que una orquesta salsera en año nuevo? ¿Por qué está en una clínica si sus signos vitales son la encarnación de la salud y su grito atronador parece el de un capitán pirata cantando alegre en la popa?

Me quieren contar el cuento de que estos dos sujetos son la misma persona, como Superman y Clark Kent, como Batman y Bruno Díaz, como Martha Hildebrandt y Marco Aurelio Denegri. A otro hueso con ese perro: estos son dos individuos diferentes: uno está colgando la tanga antes de unirse al coro de los querubines celestiales; el otro está practicando para dar un golpe de estado en el infierno, pero a largo plazo, porque primero tiene que dar un par más en esta tierra.

¿Que los dos se llaman igual, Alberto Fujimori? Un nombre muy común, sin duda: de hecho, me suena de algo. ¿No se llamaba así el presidente democráticamente electo por los peruanos en 1990, el chinito regalón, el samurái tierno, el profesor del tractorcito, papá ejemplar, esposo dedicado, personificación del optimismo perulero de la inmigración japonesa en nuestra patria? ¿Y acaso no se llamaba igual, Alberto Fujimori, el desgraciado dictador, el ideólogo de Barrios Altos y la Cantuta, el sátrapa del Grupo Colina, el ladrón de los quince millones, cuyos aviones apenas podían despegar del suelo debido a la tonelada de barrotes de oro y maletas con dinero con que les llenaba el buche antes de cada viaje?

No me van a decir que esos dos también eran la misma persona. No estoy dispuesto a creer esa tontería. Salvo que alguien me quiera decir que Alberto Fujimori, el corrector de nuestra economía en los noventa, comando camuflado en su propia gloria, que atrapó a Abimael Guzmán sin más ayuda que sus puños encallecidos y su pericia de judoka sagrado, es el mismo Alberto Fujimori condenado por nuestros tribunales a cuchucientos años de cárcel por sus horrendos crímenes contra la humanidad. ¿Quién se va a creer eso?

Además, en todo caso, entre el Alberto Fujimori de la honradez, la tecnología y el trabajo y el Alberto Fujimori de los tanques, los lingotes y la sonrisa cachacienta vía fax hay varios años. Uno podría suponer que el primero se convirtió en el segundo a lo largo de un complejo proceso de decadencia espiritual, una de esas transformaciones que los escritores llaman “descenso a los infiernos”: un patita buena gente que se vuelve una rata, Walter White transformándose en Heisenberg.

Pero entre el Alberto Fujimori con cara de muerto recién exhumado que se presentó a los tribunales la semana pasada y el Alberto Fujimori de la camisola tres cuartos que se paseaba con el derrière en exhibición por la Clínica Centenario, sólo hay veinticuatro horas de distancia. Ese no es un pausado descenso a los infiernos: ese es el Doctor Jekyll chupándose una pócima hasta las heces para transmutarse en Mister Hyde en un dos por tres. Peor aun: ese es el pobre muchachón Gregor Samsa que en una sola noche se convierte en cucaracha patas arriba, para profunda preocupación de sus familiares y amigos.

A no ser, claro, que alguien nos esté metiendo la yuca. ¿Dije yuca? Ok. Tengo otra hipótesis: todos estos Albertos Fujimori son una misma criatura, capaz de asumir la apariencia que le conviene en el momento más adecuado, y de ejecutar ese cambio con una velocidad tal que el ojo humano no alcanza a percibirlo. Por fortuna, ahora tenemos el interesante documental grabado por un videasta amateur en la Clínica Centenario. Estoy seguro de que, si nos sentamos tranquilos frente a la tele y miramos el video cuadro por cuadro, percibiremos el instante exacto en que el cadáver deja de morir, se pone en pie, se peina con rápida maniobra de senséi, reemplaza el polo al revés por la seductora túnica romana y empieza a emitir gritos autoritarios que le salen por un tercer ojo en la barriga, como en una de esas películas monstruosas de Sam Raimi.

No tengo dudas: en ese video debe estar la prueba de que Alberto Fujimori no es muchas criaturas sino una sola: un monstruito mentiroso y chillón, alharaquiento y falso, proteico y sibilino, bochornoso y camaleónico, que se ha pasado más de veinte años asumiendo formas visibles alrededor de un centro hueco, en el que solo habita su deseo de persistir a toda costa, para seguir mintiendo. Miren con atención y díganme si no lo ven. Y la próxima vez que vayan a votar, recuerden que fujimorismo viene de Fujimori, que las supuestas bondades del fujimorismo son máscaras y maquillajes, engaños, espejismos, que no hay ningún bien en el fujimorismo que los fujimoristas no estén dispuestos a trocar por alguna forma de mal, si les conviene.

27.10.13

Macho Peruano Que Da Vergenza


Cada año, un grupo de blogueros, tuiteros y afines organiza una premiación que tiene como objetivo llamarse geniales unos a otros, presentarse como maravillosos y honrarse como si fueran relevantes. Se reparten unos premios que de vez en cuando van donde alguien valioso pero que casi siempre son como una cereza sobre una torta de barro: el puntito brillante que pone fin a largas jornadas de vacío absoluto. 
Este año, en ese carnaval anual que se llama Social Day Perú, la masa autogratificante decidió premiar por partida doble a un bicho bochornoso (o conjunto de bichos) que publica una página en Facebook y mantiene una cuenta en Twitter, ambas fundamentalmente destinadas a decir estupideces disfrazadas de humor pero que no son otra cosa que un bombardeo constante de mensajitos homofóbicos y misóginos. El nombre que han elegido para autobautizarse es "Macho peruano que se respeta" y aunque eso suena inmediatamente irónico, o autoirónico, la verdad es que la ironía requiere un nivel intelectual que está a kilómetros de la gente que administra ese perfil en las redes sociales.

Si alguno de ustedes se cruza con este "macho", revisen sus tuits, revisen sus posts, sobre todo los de hace algunos meses, y descubrirán que la verdadera ironía es organizar un "Social Day" para premiar a un grupo de antisociales de la mas baja calaña. ¿Quiénes están detrás de esa premiación? En el jurado hay gente de La República, de Generación UPC, entre los auspiciadores están Movistar, BBVA Continental y, como no podía ser de otra manera, Marca Perú...

Ahora, el mequetrefe que administra la cuenta dice que sus "excesos verbales" son cosa del pasado. Pero la imagen que tienen aquí es de post suyos hechos ayer nomás. Alguien tiene que explicar, sobre todo alguien en Marca Perú, que auspicia eventos con dinero del Estado, cómo así es que la plata de los peruanos se invierte en promover premios para homófobos enmascarados que creen que la violencia, el bullying, el matonerismo y la publicidad del odio y del abuso, son cosas graciosas.



15.10.13

Breaking Bad, una tragedia del mundo contemporáneo

(Esta es mi columna de esta semana en la revista Velaverde).

Walter White es el más complejo de todos los personajes que la televisión nos haya dado en su historia. Es un modesto padre de familia que pudo ser Premio Nobel de Química y también pudo ser multimillonario. La insidia y una serie de pequeñas traiciones personales lo convierten en un modesto profesor de química en Alburquerque, New Mexico, enterrado en el desierto y en una vida gris y mediocre. El amor y el destino le dan una bella esposa y un hijo que valientemente lucha contra un mal congénito. El cáncer y el despiadado sistema médico americano mutan a Walter en proveedor de una mafia de traficantes de metanfetamina. La ambición, el pánico a la muerte y el último espejeo de su aspiración a la gloria lo transforman en un asesino masivo. Se convierte en Heisenberg, leyenda del submundo de los cárteles en la frontera méxico-americana, el científico más talentoso de una industria depravada, un energúmeno capaz de arrasar con decenas de personas en su afán de no morir sin antes acumular millones de dólares y dejarlos en herencia a sus hijos. Su último acto sobre la tierra es un homicidio múltiple pero también un suicidio calculado y un martirio: Walter White muere protegiendo a un exestudiante y exsocio que alguna vez quiso matarlo y al que también él quiso matar, Jesse, para quien Walter ha sido padre y némesis, protector y acosador, maestro y traidor, salvador y sicario.

Breaking Bad es la historia de un control freak en un universo irreversiblemente caótico, la biografía de un individuo moral cuyo mundo se descalabra y que, desde ese momento, aplica al mal la misma férrea disciplina de principios que antes aplicó a una vida correcta, sana y bienhechora. Es el relato de un proceso transformacional, a lo largo del cual un hombre cruza la frontera del horror (“to break bad” es entrar en la zona oscura) y observa, entre las rendijas de su trágica cárcel, entre las rayas rojas de la sangre que baña sus ojos, el mundo que ha dejado atrás: una casa normal, una esposa trabajadora, un hijo ferviente, una sociedad adormecida que le ha dado amor hasta el hastío y la repugnancia: una familia cariñosa a la que él quiere rescatar de la medianía pero a la que, zigzagueando entre la conciencia y la inconciencia, destruye minuciosamente, como si el amor de Walter ya sólo pudiera transformarse en muerte y aniquilación.

Breaking Bad es a nuestro mundo (el mundo del mal banalizado por el dinero y el consumo como autodestrucción) lo que la tragedia griega fue al mundo del mal divino y los presagios sobrehumanos. Es inmensamente difícil pensar en una narración contemporánea que tan meticulosamente apunte hacia el centro de lo maligno del universo en que vivimos. Por eso nos captura aunque nos asquee, por eso caemos en la trampa de admirar durante ochenta horas de relato a un individuo siempre dispuesto a hacer algo peor, algo más bajo, algo más sucio: porque intuimos que Walter White es cualquiera, incluso cualquiera de nosotros, que ha caído en una emboscada que el mundo nos puede tender a nosotros mañana mismo. Que, en el mejor de los casos, lo que nos aleja de él no es nuestra moral superior sino nuestro intelecto inferior. No somos genios del mal no porque no seamos malos sino porque no somos genios.

Vince Gilligan, creador de la serie, director de muchos de sus episodios, cabeza de su pequeño equipo de guionistas, es sin duda uno de los grandes contadores de historias de nuestro tiempo. Graduado de la Tisch School of Arts, de la Universidad de New York, fue autor de más de veinte episodios de The X Files. Esos episodios, en el género de lo fantástico, son la obra menor de quien luego sería un autor mayor. Para convertirse en el portentoso narrador que es hoy, Gilligan no rompió con el lenguaje televisivo ni decidió reconstruir el género desde sus ruinas. Por el contrario, hizo lo que los grandes artistas hacen siempre: bucear en su arte y emerger con lo mejor, influido por los más notables autores televisivos de las últimas décadas, desde Lynch y Apted hasta Kieslowski, desde Leigh y Lumet hasta Mann y Bigelow, pero aceptando y reconociendo los triunfos de la televisión más comercial —The Sopranos, Dexter, Lost, incluso The X Files—. Gilligan es, además, indudablemente, un gran lector de literatura muy compleja. En Breaking Bad se transparentan las presencias del Cormac McCarthy de The Road, el Philip Roth de The Dying Animal y el Coetzee de Disgrace, novelas que, no por casualidad, han merecido todas ellas, con suerte variable, una adaptación cinematográfica. Pero también tiene el ojo atento al cómic, al video clip y al trabajo reciente de los grandes videastas experimentales: en cualquier episodio de Breaking Bad la audiencia puede ser transportada, rápida y fulgurantemente, del mundo de grandes contrastes maniqueos de Sin City al de la sicodélica desesperación intimista ante la enfermedad del David B. de Epilepsia, o del formalismo sucio de los videoclips de Jonathan Demme al violento absurdo nihilista del Death Self de Ullay y Abramovich.

Quienes están convencidos de que la televisión es inherentemente una fuente de estupidez y trivialidad, o, a lo sumo, de inmoralidad y desinformación, tienen en series como Breaking Bad el más contundente contraejemplo. La televisión ofrece formatos que son magníficos en su maleabilidad; permite la expansión de infinitas historias y subhistorias; establece un tipo de relación retroalimenticia entre creador y receptor que las formas tradicionales del cine y la literatura no propician casi nunca: el juego de ida y vuelta, el tanteo de las mutuas reacciones. Con un año entero para producir una docena de episodios, y largos meses para replantear el futuro, la televisión parece un medio más hecho para la autorreflexión que casi cualquier otro en el universo de las artes narrativas. Los largos años de producción en equipo —cinco en este caso— permiten, además, frutos sorprendentes, como la escarapelante compenetración que alcanzaron con sus personajes actores notables como Anna Gunn (Skyler), Aaron Paul (Jesse), Giancarlo Esposito (Gustavo Fring), Jonathan Banks (Mike Ehrmantraut) y, sobre todo, Bryan Cranston, que terminó transmutándose en el cuerpo enfermo, el espíritu herido y el rostro enigmático de ese santo del mal que es Walter White, el personaje más inolvidable que la televisión nos ha dado hasta el día de hoy.

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5.10.13

La corporación El Comercio y la promoción del racismo


Cuando grupos defensores de los derechos humanos quieren publicar cartas abiertas colectivas, con nombres y apellidos y número de DNI, en El Comercio, ese diario les pide que consigan autorizaciones firmadas de puño y letra de cada persona que suscriba la carta. Ok, sus razones tendrán los editores de El Comercio. Pero cuando centenares de imbéciles lectores de la página web de Perú 21 y el diario Correo, que pertenecen a la corporación El Comercio, escriben bajo seudónimo los insultos racistas más grotescos y vergonzosos contra Magaly Solier, la corporación El Comercio no dice ni pío, simplemente publica los ataques y los deja allí, a la vista de todo el mundo, burlándose de la dignidad de una ciudadana peruana. Seguramente si todos los que creemos que eso es un crimen nos reunimos a firmar una carta de protesta y queremos publicarla en alguno de esos diarios, la corporación El Comercio nos pedirá firmas ológrafas, huellas digitales y pruebas de sangre. Es que en el Perú cualquiera tiene derecho a agraviar pero nadie tiene derecho a defenderse.