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Perú 21 le hacen una pregunta a la bailarina y coreógrafa Morella Petrozzi acerca de las últimas producciones televisivas de Gisela Valcárcel. Su respuesta: "Gisela quiere mejorar, está haciendo bien las cosas, pero la televisión no puede ser tan sesuda ni profunda. De lo contrario nadie la encendería". Ok. Hablemos de la tele.
David Lynch creó originalmente
Mulholland Drive como el piloto de una serie para la televisión. Un número de cadenas consideraron que no sería una serie rentable y Lynch tuvo que conformarse con extender la primera hora en una segunda parte y convertir el resultado en la película que la mayoría de quienes leen este post han visto, probablemente más de una vez.
Contra la primera impresión que puedan llevarse, sin embargo, no digo esto para darle la razón a Petrozzi, como si en esa anécdota hubiera una demostración de que cierto tipo de proyecto es demasiado inteligente para la tele. Al contrario: cuento esto para hacer ver que, por ejemplo, David Lynch es alguien que está dispuesto a apostar por una televisión sofisticada y dispuesto también a invertir su tiempo y su dinero en ella.
Lynch, claro, no lo hace porque está loco; lo hace porque ya antes apostó por lo mismo y el resultado fue la serie
Twin Peaks, una producción legendaria, uno de los picos más altos de la historia de la televisión, reverenciada y convertida en objeto de culto por dos generaciones. Si hoy no existe la serie
Mulholland Drive eso se debe a discursos como el de Petrozzi pero puestos en boca de gente con poder de decisión: la creencia de que la tele no debe ofrecer productos demasiado "sesudos ni profundos". (Y sin embargo
Twin Peaks, vale aclarar, es sólo uno entre cinco o seis proyectos televisivos de Lynch que sí llegaron a concretarse).
Jonathan Demme, Michael Apted, Arturo Ripstein, Emir Kusturica, Mike Leigh, John Frankenheimer, Sidney Lumet, Liv Ullmann, Gus Van Sant, Michael Mann, Neil Jordan, Kathryn Bigelow: todos han dirigido proyectos en la televisión, algunos como excepciones en sus carreras, otros con gran frecuencia. Y la lista es mucho más larga y los nombres en ella pueden ser aun más impresionantes:
Michael Haneke dirigió
Die Rebellion para la televisión austriaca. Las diez películas que forman el
Decálogo de Krzysztof Kieslowski fueron hechas como una miniserie para la televisión polaca y el mismo director hizo otra media docena de películas para la tele. Orson Welles dirigió para la televisión su adaptación de
El mercader de Venecia, además de un par de miniseries y varios documentales.
Martin Scorsese hizo para la televisión sus célebres documentales sobre George Harrison y Bob Dylan (y varias otras cosas, incluyendo episodios de una serie que es un hit ahora mismo,
Boardwalk Empire, de la cual es además creador). Robert Altman dirigió excelentes series televisivas desde la década de los sesenta (¡
Combate!) hasta la década pasada. Mi película favorita de Steven Spielberg,
Duel, filmada en 1971, fue hecha directamente para la televisión.
¿Tengo que hacer una rápida lista de programas televisivos de calidad superlativa? ¿
Los de arriba y los de abajo;
El prisionero;
Lost;
Yo, Claudio;
Community;
Raíces;
Holocausto? ¿Tengo que mencionar que un programa de comentarios sobre libros se ha mantenido por décadas entre los más vistos de la televisión francesa? ¿Que los 894 minutos de
Berlin Alexanderplatz, de R.W. Fassbinder fueron originalmente un éxito televisivo? ¿Que, de las últimas quince películas dirigidas por Ingmar Bergman --un hito inapelable de la historia del cine--, catorce fueron hechas para la televisión sueca?
Antes les he dicho esto mismo a otras personas que también creen que la televisión tiene que ser necesariamente la
caja boba del dicho, que la inteligencia, la sutileza y sobre todo la complejidad no pueden ser parte de ella. Me han respondido que una cosa es la televisión europea o norteamericana y que otra muy distinta es la televisión de países como el Perú. Eso es obvio. Pero es completamente falaz como argumento: la televisión sueca y la británica también podrían ser casi permanentemente idiotas, como la nuestra; pero han elegido que no sea así.
Entonces, cuando digo que nuestra televisión debería aspirar a elevar su nivel intelectual, estético y cultural, siguiendo esos ejemplos y siendo creativa, me cae encima la etiqueta de siempre: soy un elitista. Ojo con eso (y sigamos con el mismo ejemplo): Morella Petrozzi se dedica a la danza contemporánea. Nadie le pide que, en su campo, "baje el nivel" de sofisticación de lo que quiere hacer o decir. Cabe suponer que ella piensa que puede ser compleja e inteligente en su arte, un arte que, lamentablemente, es disfrutado por un número reducidísimo de peruanos, y además se precia de haber escrito alguna vez una novela que ella llama "polémica". Al mismo tiempo, piensa que un medio masivo debe resignarse a no ser "ni sesudo ni profundo".
A mí, esa manera de ver las cosas, una manera jerárquica en la que se propone mantener un nivel de sofisticación en productos para unos pocos y se echa por los suelos el nivel de los productos para las mayorías, me parece un resumen perfecto del espíritu elitista. Y del más vano de los elitismos: el que empieza por condescender con el otro (en verdad, subestimarlo) y termina reforzando e incentivando la exclusión. O sea, elitismo disfrazado de color popular.
En cambio, quien aspira, como yo, a que los medios masivos abandonen su tontería endémica y se vuelvan intelectual y culturalmente estimulantes, lo que propone es que se rompa la jerarquía elitista para que más personas tengan acceso a productos más inteligentes. Entonces en cuando uno se encuentra con la segunda parte del argumento de "no estamos en Europa": la idea de que nuestra cultura no está hecha para que un medio masivo aspire a la inteligencia, que nosotros no somos suecos ni franceses ni islandeses, sino peruanos, que lo que nos gusta es otra cosa y que esa otra cosa es la que debemos recibir.
Por supuesto, si eso fuera cierto entonces sí deberíamos pedir que la danza moderna se vuelva fácil y chata, que toda la literatura sea light, que todo el cine sea medido en bolsitas de pop corn y, de paso, de una vez, que el estudio de las ciencias y las humanidades sea abolido, si es posible por decreto. Porque, finalmente, todas esas cosas también necesitan un público, y también pueden aspirar a que ese público sea masivo, y en todas esas cosas influye el mercado.
Detrás de todo esto lo que hay es una serie de prejuicios. El primero es la idea estrambótica de que si la televisión elevara su nivel se tornaría aburrida, poco atractiva y que, finalmente, la gente decidiría apagar sus teles para siempre. (La pregunta sería qué cosa harían después de apagar la tele: ¿leer una novela? Ok, entonces apaguen nomás, sin problemas).
Eso es simplemente absurdo: no hay nada que vuelva una necesidad estructural de la televisión la mediocridad y la simpleza mental: la gente ve lo que más le interesa y pensar que lo que más le interesa es siempre lo menos inteligente es pensar implícitamente que la gente misma es poco inteligente.
Cuando yo estaba en la universidad empezaron a producirse series policiales peruanas, con episodios escritos por autores como Alonso Cueto y Mario Vargas Llosa; hasta donde yo recuerdo fueron éxitos, como lo fue
La torre de Babel, el magazín cultural del mismo Vargas Llosa, y tres o cuatro programas de preguntas y respuestas: ¿en qué momento se jodió la tele?
Según me parece, la tele peruana no se jodió porque la gente protestara contra la insólita arrogancia de quienes produjeron esos programas inteligentemente propuestos; la gente no salió a las calles a pedir basura; los peruanos no echaron sus televisores por la ventana, hastiados de que las cadenas se empeñaran en darles algo de cultura; los canales no bordearon la quiebra por su terca insistencia en mantener un cierto nivel de decoro en su programación.
La televisión peruana, oh casualidad, se fue al diablo en el mismo periodo en que los dueños de los canales empezaron a venderse como boletos de tómbola a la mafia de Fujimori y Montesinos: en la época en que desde los conductores de talk shows como Laura Bozzo hasta los animadores de concursos como Raúl Romero, los periodistas de investigación como Nicolás Lúcar o Álamo Pérez Luna y hasta el hombre del tiempo, Abraham Levy, empezaron a hacer cola en las oficinas de Vladimiro Montesinos.
En otras palabras, la idea de que la televisión en el Perú está natural y esencialmente obligada a la idiotez, la superficialidad, la chabacanería, la banalidad y la irreflexión no fue nunca una exigencia de los peruanos: fue una de las necesidades elementales en el proyecto de estupidización pública del fujimorismo, parte del mismo proyecto que dejó en el marasmo a nuestra educación escolar y en la semirruina a la universidad peruana y que convirtió a nuestra prensa escrita en una deplorable inmundicia.
Y en algún momento los peruanos tendremos que decidir si vamos a permitir que sujetos como Fujimori y Montesinos y el resto de su mafia determinen el curso de nuestra vida cultural en el futuro, con las oscuras decisiones que tomaron años atrás. Por lo pronto les digo algo: que gente involucrada en nuestra esfera cultural, como Morella Petrozzi, caiga en la tentación de sugerir que la estupidización es inevitable, que la banalidad es el irremediable formato de nuestro futuro, es un síntoma atroz, un signo de que cada vez estamos más y más hundidos, más alegremente hundidos en nuestra propia mediocridad.
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