
Por un lado, universidades adefesieras, fundadas sobre ningún sustento intelectual, sin expectativas éticas ni interés alguno por educar ciudadanos y formar profesionales: universidades que son como kermesses de domingo en las que todo desprevenido cree encontrar su conveniencia pero la mayor parte sólo dejan su dinero y se van sin nada ganado, o se van con un título inútil, que es como irse sonriendo porque se ganó un osito de peluche en la tómbola, aunque en verdad uno no necesita el oso de peluche y no le sobra el dinero para gastarlo en una tómbola.
Por otro lado, colegios que no compiten por educar a nadie sino por llenar sus vacantes lo antes posible, lo más rápidamente posible, a los precios más altos que les sean posibles, y que, sin pensarlo dos veces, aceptan trucos alucinantes como el famoso Plan Lector, que obliga a sus hijos a leer las tonterías que un director corrupto o ignorante y un par de maestros sobornables decidan en colusión con los comerciantes de las editoriales, que les dan cualquier mamarracho para que lo presenten a sus alumnos y a los padres de familia como lecturas imprescindibles, que van a convertir a sus hijos en lectores sagaces por el resto de sus vidas.
Lo más triste es que hay escritores y editores que se reclaman de izquierda y que aceptan gustosos el juego comercial del Plan Lector, que consiste en vender mucho, vender como mercachifles, suplantar la educación con el producto de ese bajo comercio y de paso ganar un poquitín de fama artificial, convirtiéndose ellos mismos en fulgurantes figuras del canon, cuando sus lectores no son otra cosa que niños que no los eligieron y que, de haber estado mejor informados, hubieran elegido cualquier otra cosa.
Se justifican diciendo que ellos trabajan con editoriales nacionales, luchando contra las grandes transnacionales (y eso lo repiten para que sus propios oídos se alegren creyendo que todavía son progresistas, izqueirdistas, rebeldes, antisistema): la verdad es que ni las pequeñas editoriales ni las grandes editoriales transnacionales deberían tener NADA que ver con la decisión de qué cosa leen nuestros chicos en la escuela. NADA. No sé si está claro: NADA.
De pronto, esos escritores y esos editores "de izquierda" descubren que la versión más selvática y matonesca del libre mercado es su elemento: se complacen en ella, lucran con ella, la vuelven parte de su sistema de vida. "¿Cómo? ¿Tú no eras fidelista?", les pregunta uno: "¿Tú no creías que el Estado tiene el deber de guiar la educación del pueblo?", y se hacen los que no escuchan. De pronto, cuando les conviene, parecen descubrir que no hay problema que no pueda solucionar la iniciativa privada y la ley de la oferta y la demanda. En cualquier otro terreno les parecería terrible. Pero en el terreno donde sus bolsillos engordan y sus egos se alimentan (y los cerebros de los chicos se desinflan y pierden la oportunidad de aprender algo de valor), ahí, en ese terreno, ya no ven cuál es el problema.