4.9.12

McCartney, Arjona, Hitchcock, Kubrick, Bolaño, Bayly

SOBRE EL GUSTO EN LAS ARTES (NI MÁS NI MENOS)

En los ochenta y principios de los noventa, ser admirador de Paul McCartney no era cool. Si uno declaraba serlo, era inmediatamente señalado como un blando, un tipo de gustos mercantiles que se estaba perdiendo los verdaderos placeres de la música popular, placeres que uno debía buscar en otros lados: en los discos de músicos más cerebrales, más vanguardistas, menos sentimentales, mucho más duros, o (increíblemente) en los trovadores de izquierda.

Ciertamente, hubo poco más de diez años, entre 1982 y mediados de los noventa, en que los discos de McCartney entregaban menos de lo que su fama permitía esperar, y su música parecía demasiado sencillamente alineada con los gustos de moda. Pero en la aniquilación de su imagen, sus enemigos iban más lejos: decían que los Beatles habían sido los Beatles por Lennon y que McCartney había sido un afortunado por estar cerca (¡decían incluso que Harrison era una pieza más importante en los Beatles que McCartney!); que Wings era una orquesta blandengue para seudo-hippies sin filo; que los discos de McCartney como solista eran inequívocamente planos y vacíos.

En algún momento, sin embargo, los experimentadores de la música electrónica comenzaron a asomarse a la discografía del McCartney de los ochenta en busca de raíces. El disco McCartney II, de 1980, se convirtió en un inesperado álbum de culto retrospectivamente; canciones como Summer's Day, Waterfalls y Temporary Secretary resultaron infinitamente regrabadas, remezcladas, imitadas. McCartney mismo empezó a lanzar discos electrónicos, bajo seudónimo o como parte del dúo The Fireman, y adquirió una insospechada nube de seguidores entre los nietos de sus fans originales, chicos que estaban inusitadamente más interesados en McCartney y The Fireman que en los Beatles, o que llegaron a los Beatles a través de esas otras estaciones, impensables en los años precedentes.

Algún erudito del rock redescubrió el hecho de que, todavía cuando era miembro de los Beatles, McCartney había inventado, él mismo, una máquina de loops y superposiciones sonoras para producir, entre muchas otras cosas, los ruidos que uno escucha en Revolution 9, la más extraña canción de los Beatles (compuesta principalmente por Lennon): McCartney fue, efectivamente, un antecedente de los DJs de hoy y de muchas de las técnicas de la electrónica contemporánea. Eso sí suena cool, bajo cualquier standard. Así, desde la segunda mitad de los noventas, los fans de McCartney ya no necesitamos excusas para confesar nuestra admiración; nadie nos volvió a mirar con una mezcla de piedad y condolencia.

Después de todo, McCartney estaba en todas partes: era un antecedente del heavy metal (desde Helter Skelter), un serio cultor del sonido funk (desde Monkberry Moon Delight o Nineteen Hundred and Eighty Five), le había dado una toque de virtuosismo ni más ni menos que a la música disco (desde Goodnight Tonight o Arrow Through Me), podía ser más retro que cualquier retro (You Gave Me the Answer, Honey Pie), le entraba por igual a la música sinfónica (The Liverpool Oratorio) y al pastiche experimental postmo (Liverpool Collage). ¿Qué más pedir?

Es curioso cuando la estética de un arte cambia tanto que una generación empieza a descubrir en ciertas obras valores que originalmente no fueron vistos allí. Es curioso pero es un fenómeno perpetuo; es lo que hace que el proceso del arte no sea una línea continua sino una línea zigzagueante, formada de excursiones al pasado, de rescates y reevaluaciones; es lo que hace que nunca se pueda estar enteramente seguro de que una mala obra de arte va a seguir siendo mala para siempre, porque quizás, sólo quizás, nunca fue una mala obra de arte.

Yo, por ejemplo, sigo (y calculo que seguiré por muchos años) intrigado por el hecho de que Roberto Bolaño, uno de los mayores virtuosos de la narrativa hispana a finales del siglo veinte, considerara, aparentemente sin ironía, que Jaime Bayly era uno de los mayores virtuosos de la narrativa hispana a finales del siglo veinte: ¿vio Bolaño algo que yo no veo? ¿Son los libros de Bayly mejores de lo que yo soy capaz de descubrir? Es posible. Quizá, en el futuro, una generación nueva encuentre en Bayly las virtudes que yo no percibo; o mejor: es posible que el tiempo convierta ciertos rasgos de las obras de Bayly en virtudes hoy invisibles para mí (pero, al parecer, por ejemplo, no para Bolaño).

Todo esto, claro está, no lo digo porque haya decidido lanzarme vestido a la piscina del relativismo radical en materia de estética. Sospecho que no todo es redimible, aun si supongo, en abstracto, que para cualquier obra de arte mala de este mundo hay un mundo posible en el que esa obra es buena. Lo que creo es que ese mundo posible no es siempre un mundo deseable. ¿El mundo en el que las letras de Arjona resulten profundas, inteligentes, hábiles, revelatorias, o incluso, simplemente, ingeniosas? Ese es un mundo posible (se llamaría Armagedón), pero no es un mundo deseable porque implicaría la mayoritaria, acaso consensual conversión de la inteligencia humana en un mecanismo trivial y estúpido.

A veces, los mundos posibles no están en el futuro, sino yuxtapuestos unos a otros. Algo hace que La tía Julia y el escribidor sea considerada, en el mundo hispano, una excelente novela, pero una novela de segundo orden detrás de La casa verde o Convesación en La Catedral, y que El hablador sea vista, en ese mismo contexto, claramente, como una novela menor en la obra de Vargas Llosa; pero algo hace, también, que La tía Julia y el escribidor y El hablador sean las dos novelas de Vargas Llosa más atentamente estudiadas por la crítica anglosajona y que la primera de ellas sea, sin la menor duda, el libro de Vargas Llosa más consumido por el público americano e inglés, el mayor éxito crítico de nuestro compatriota en los Estados Unidos. El mundo que rodea al libro cuando es recibido trae en sí mismo ciertas condiciones que propician el éxito o el fracaso de la lectura: expectativas, búsqueda de realidades diferentes, un mayor o menor grado de costumbre ante los modales de una tradición ajena, etc.

Si uno considera eso --que apenas unos miles de millas de distancia, una simple traducción, cierto exotismo ante el otro, puedan cambiar radicalmente la valoración de una novela--, uno tiene que aceptar que los juicios estéticos más absolutos que producimos dentro de unas coordenadas culturales, o los juicios individuales que producimos al consumir una obra, son ya en sí mismos relativos a esas coordenadas culturales, incluyendo en ellas las circunstancias del consumidor, porque ningún juicio estético se produce en el vacío ni en lo absoluto, así como ninguna obra de arte se produce en el vacío ni en el absoluto.

Pero (siempre hay un pero, pero este pero es crucial): ¿eso quiere decir que los juicios de un crítico son fácilmente desatendibles, porque sabemos que otro crítico (en otras circunstancias pero también, incluso, en circunstancias similares) puede proponer un juicio diferente y contradictorio? En otras palabras: ¿la posibilidad de juicios contradictorios invalida las "verdades" de la crítica? Como se imaginan, mi respuesta es que no. Si así fuera, regresaríamos al más tonto y descomunal lugar común jamás dicho acerca del asunto del juicio estético: "sobre gustos y colores..." Ese mundo ideal de la anarquía hedonista donde el gusto de uno convive con los gustos de los demás de la manera más absurda, es decir, quitándole todo valor posible a cualquier gusto que no coincida con el de uno, es una falsa democracia estética, precisamente porque no plantea la comparación de los gustos de todos, sino la anulación práctica de los gustos ajenos: "a ti Arjona te parece horrible pero a mí me parece excelente, y como sobre gustos y colores no han escrito los autores... entonces, se acabó: tu juicio no mella el mío, no lo toca, no lo cuestiona y, por tanto, podría perfectamente no existir".

Esa no es una democracia del gusto; es un solipsismo del gusto. La manera de seguir siendo democráticos, justamente, es seguir poniendo siempre nuestro gusto personal en juego con los gustos ajenos, comparando nuestras preferencias con las de los demás y, sobre todo, atendiendo a los argumentos que los demás proponen para respaldar esas preferencias.

En mi vida me han gustado muchas cosas que ya no me gustan. Si el Gustavo de hoy se encontrara, como el personaje de Borges, con el Gustavo de hace veinte años (después de todo, hace apenas un mes estuve sentado en una banca frente al río Charles), tendrían muchas cosas de qué hablar pero probablemente no demasiadas lecturas comunes sobre las cuales sentirse ambos igualmente entusiasmados.

Por supuesto, el Gustavo de hoy podría menospreciar los gustos del más joven, y el más joven podría suponer que el Gustavo de hoy es un arbitrario que no acepta los placeres más simplres de los demás.

Pero se me ocurre que la única manera democrática de dialogar sobre el asunto sería escuchar las razones del otro. Quién sabe, quizá el más joven podría convencer al mayor de que Silvio Rodríguez está en algo; o el mayor podría convencer al menor de que Tom Waits es un virtuoso, no un bullicioso enajenado. (Coincidirían, eso sí, en que Arjona es una enfermedad social y en que Galeano no es un escritor).

La vida, al fin y al cabo, es una sucesión de mundos posibles, y con cada mundo nuevo hay una nueva oportunidad para modificar un juicio estético. Pero eso no es descartar el ejercicio crítico; eso es simplemente hacerlo más interesante, más sorpresivo y sorprendente. Por ejemplo, ahora mismo, ¿estará por llegar el mundo en que yo descubra que entre las canciones de Kylie Minogue hay cosas que rescatar? Ya lo vieron los Flaming Lips, por ejemplo, que convirtieron una canción, para mí melosa, monótona e insoportable de la australiana, en una pieza notable, llena de dimensiones, un lujo de sonidos y de ritmos hipnóticos.

Cada vez que Kubrick o Hitchcock eligieron un libro más o menos mediocre para transformarlo en una película extraordinaria (piensen en El resplandor o en Los pájaros), por ejemplo: ¿no estaban viendo ellos en esos libros un valor artístico, estético, intelectual, emotivo, que la mayoría de los demás no encontraron en el primer momento? Y ahora, cuando leemos esas novelas, ¿es posible quitarles esa dimensión que Kubrick y Hitchcock hicieron visible? Kubrick y Hitchcock propiciaron ese mundo posible en que King y Du Maurier se volvieron autores que hay que leer con cuidado, en búsqueda de puntos ciegos, de señales ocultas, de valores pendientes, inminentes. Pero no lo hicieron simplemente afirmando "a tí no te gusta pero a mí sí". Lo hicieron abriendo el debate, demostrando su idea. Eso es lo más cerca que puede estar el arte de la democracia: eso es convencer a los demás con una razón estética.

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5 comentarios:

Anónimo dijo...

A Faverón le gusta La Macarena

Enrique Prochazka dijo...

Hola Gustavo. Tus apreciaciones musicales, para mí, son harto difíciles de seguir. Entiendo (y recuerdo) lo de McCartney blandengue, pero hasta ahí. Revolution 9 es algo que escuchaba a ratos hasta que perdí el disco blanco. Aparte de eso, puedo decir que al Enrique de los 60s y 70s le gustaban O-bla-Di O-bla-da, Cuando llora mi guitarra y casi todo de Los Iracundos, junto con Doménico Modugno. Y al Enrique de esta década le sirven O-bla-Di O-bla-da, Cuando llora mi guitarra y casi todo de Los Iracundos, con algo de Doménico Modugno. He sumado a Erik Satie, de quien tengo, como ya he dicho en otra parte, un cassete que escucho una y otra vez desde hace doce, trece años. Cuando debo lavar platos, pongo los Iracundos. Cuando hago barras prefiero el soundtrack de Rocky. Pongo estos ruidos de fondo porque resultan funcionales a lo que estoy haciendo. No hay mucho más.
Amputada la música, me permito un espacio de juicio estético en cosas abstrusas como rutas en montaña -allí también hay su tanto de Bayly- o diseño de herramientas. Sigo, por ejemplo, todo lo que hacen Festools o Incra, y puedo fascinarme durante días con un nuevo tipo de tornillo.

En cuanto a tu reflexión sobre que, si entendí, el valor de la crítica (incluso ante su contradicción) consiste en la defensa de una construcción intelectual de cierto calibre, estoy de acuerdo. Nada me irritaba tanto como algunos pequeños cinéfilos que decían que el cine de Leonidas Rodríguez, "de tan malo, era buenísimo". Pero me cansé de discutir que aquello no es un argumento. Supongo que a ellos ese chispazo (menos que una idea) les sirve, suficientemente. A mí, no. Un abrazo, E

Anónimo dijo...

Es Leonidas ZEGARRA

Luis Daniel Collazos dijo...


La vulnerabilidad humana, en estos tipos de juicios, radica en que en el arte, política o religión, depositamos mucho de nuestro ego; optamos por diversas posturas, pero no somos esas posturas. Esto es importante.
Además de las variables que intervienen en un juicio estético, están las predisposiciones y la cultura misma de cada uno. Un tipo, con cierta asimilación creativa de algún arte y cierta sensibilidad estética y algo de recorrido geográfico difícilmente compartirá gustos con un ser inmediato, disperso. Tampoco viene el caso una argumentación, pues éste último tiene todo su yo depositado en su entretenimiento y antes de su propia anulación recurrirá a cualquier estratagema baja.
Argumentemos y respetemos. De gustos no se discute pero toda manifestación artística debe tener un juicio de valor, y para todo juicio, hay que tener elementos de juicio.
Por último, hay mas distancia entre un hombre superior y uno vulgar, que entre este y algunos animales (Pessoa, Libro do Desasossego).

zeta dijo...

Lástima que no se llegó a publicar mi comentario. Le agradecía por tan buen texto.