(Mi artículo del último Velaverde)
Cuando muere alguien como Nelson Mandela y cientos de líderes políticos de todo el planeta, enemigos enconados unos de otros, coinciden en homenajear su memoria y en cantar las alabanzas de su historia personal, uno tiene la sensación —inocente— de que la grandeza de Mandela es tal que en verdad está por encima de las pequeñas o grandes diferencias de la política cotidiana. Lo que ocurre en verdad es algo distinto: para que todos esos políticos coincidan en el elogio, primero tienen que reinventar a Mandela, censurar su historia, aceptarla fragmentariamente y a veces reconstruirla al gusto de cada uno.
Barack Obama va a los funerales de Mandela y le da la mano a Raúl Castro, el dictador cubano. A nadie sorprende que, de inmediato, en Estados Unidos, las cabezas visibles del Partido Republicano critiquen ferozmente ese gesto. ¿Cómo puede Obama estrechar la mano de un dictador? Marco Rubio, senador republicano de Florida, declara: “Si el presidente iba a darle la mano a Castro, debió preguntarle acerca de esas libertades básicas con las que asociamos el nombre de Mandela, libertadas que son negadas en Cuba”. Ese es el problema de santificar la fantasía que uno tiene o quiere tener de otra persona, en este caso, la fantasía que Rubio se ha formado (calculadoramente, sin duda, de los labios para afuera) acerca de Mandela. Rubio parece admirar a un Nelson Mandela que fue enemigo de la Revolución Cubana y que jamás habría hecho algo tan ignominioso como estrecharle la mano al hermano-heredero de Fidel Castro.
La historia, sin embargo, dice que Mandela tuvo una constante admiración por el régimen de Fidel Castro. Fue un lector encandilado de los discursos del dictador y de los ensayos de Ernesto “Che” Guevara, y esos textos contribuyeron a formar su discurso en las primeras décadas de su actividad política. Mandela consideraba a Fidel Castro una inspiración y un amigo y al régimen castrista un aliado en su lucha contra el apartheid. Eso, a su vez, tenía una razón histórica objetiva: Castro apoyó la lucha de Mandela y al movimiento político que encabezaba. Mientras tanto, en cambio, durante décadas, el gobierno norteamericano tuvo a Mandela fichado como terrorista, situación que no cambió hasta el año 2008, con el inminente ascenso de Barack Obama, quien siempre ha declarado que Mandela fue uno de los inspiradores de su propia carrera política.
Un líder histórico republicano como el presidente Ronald Reagan, a quien, a su vez, Rubio invariablemente coloca a la cabeza de sus propios íconos y modelos políticos, opinó siempre en contra de los proyectos de legislación anti-apartheid. Lo quiera uno aceptar o no, en la tribuna de ese estadio sudafricano, en las ceremonias funerarias de Mandela, tiene mucho más sentido la presencia de los líderes de la Revolución Cubana que la presencia de, por ejemplo, el presidente Bush, quien también estuvo allí pero durante cuyo gobierno Mandela siguió listado como terrorista por las agencias americanas de inteligencia. De hecho, el año 2003, cuando Estados Unidos, bajo la presidencia de Bush, lanzó la invasión a Irak, Mandela declaró: “Si hay un país en el mundo que ha cometido inenarrables atrocidades, ése país es Estados Unidos. A ellos, simplemente, no les preocupa nada”.
Convertir en íconos a los personajes políticos es mucho más fácil que tratar de comprenderlos. Uno no corre el riesgo de tener que dialogar con ellos, con las cosas que pensaron e hicieron de verdad, con las posiciones de hecho que tomaron y con las alianzas, los pactos y las afinidades que tuvieron; tampoco corre el peligro de tener que aceptar que, colocado en una cierta circunstancia real, enfrentado a ellos, las discrepancias se hubieran hecho visibles. Para mí, por ejemplo, sería mucho más fácil no pensar en las posibles cercanías y semejanzas entre Mandela, una figura histórica que admiro, y el “Che” Guevara, un personaje que me resulta abominable. Hay una dificultad mayor en tratar de comprender la conexión, pero la conexión es real: la lucha contra órdenes injustos, la actitud rebelde contra estructuras sociales y políticas opresivas. Es arduo comprender que el camino de uno —Mandela— haya conducido a la construcción de una democracia abierta, a la reconciliación y el ejercicio de la memoria, a la edificación de un sistema político igualitario, y el camino del otro —el “Che”— lo haya llevado a diseñar una sociedad opresiva, un sistema dictatorial que con el tiempo se ha convertido en una monarquía hereditaria disfrazada de revolución, cuando ambos comenzaron sus viajes no sólo coincidiendo, sino sirviendo uno como inspiración del otro. Pero esa es la historia real: es más compleja que el simple maniqueísmo, está llena de alianzas odiosas que atentan contra nuestra fantasía de la historia, y sus protagonistas son seres de carne y hueso, a los que podemos forzar a representar nuestros sueños y nuestros ideales, pero que tuvieron que vivir, como Mandela, en el mundo de verdad, donde algunos de los demócratas de nuestra imaginación fueron sus enemigos y algunos de los autoritarios de nuestro sueño fueron sus aliados.
Por supuesto, para muchos tendrá un sentido transparente la admiración de Mandela por el “Che”, pero quizá varios de los que creen entenderla de inmediato lo hagan llevados, a su vez, no por la figura histórica de Guevara —un criminal, un asesino, un verdugo al cabo de juicios sumarios, un carcelero inmisericorde—, sino por el “Che” de los afiches progres, las camisetas hippies y las canciones de Santana. Una cosa está clara: Mandela no pudo ser uno de los engañados. Mandela tuvo que saber que la Revolución Cubana le costó la libertad a cientos de miles, a millones de cubanos. Mandela fue un político, y su vida fue una vida de opciones intrincadas y decisiones extremas, una de las cuales fue mantener la amistad de los amigos que sirvieron a su causa incluso después de que esos amigos se habían transformado en los ejecutores de la opresión para otros pueblos. Podemos sentarnos a reflexionar sobre eso, podemos discutirlo. O podemos ocultarlo detrás de una caricatura y una ficción no problemática. Pero el mundo está ya demasiado lleno de esas ficciones y nunca está de más enfrentarse a la realidad. Más interesante es descubrir que un ser humano con tantas fallas como cualquier otro tiene dentro de sí la capacidad de obrar transformaciones extraordinarias, no importa cuántas veces se equivoque. Ojalá la memoria de Mandela sobreviva a su leyenda.
Cuando muere alguien como Nelson Mandela y cientos de líderes políticos de todo el planeta, enemigos enconados unos de otros, coinciden en homenajear su memoria y en cantar las alabanzas de su historia personal, uno tiene la sensación —inocente— de que la grandeza de Mandela es tal que en verdad está por encima de las pequeñas o grandes diferencias de la política cotidiana. Lo que ocurre en verdad es algo distinto: para que todos esos políticos coincidan en el elogio, primero tienen que reinventar a Mandela, censurar su historia, aceptarla fragmentariamente y a veces reconstruirla al gusto de cada uno.
Barack Obama va a los funerales de Mandela y le da la mano a Raúl Castro, el dictador cubano. A nadie sorprende que, de inmediato, en Estados Unidos, las cabezas visibles del Partido Republicano critiquen ferozmente ese gesto. ¿Cómo puede Obama estrechar la mano de un dictador? Marco Rubio, senador republicano de Florida, declara: “Si el presidente iba a darle la mano a Castro, debió preguntarle acerca de esas libertades básicas con las que asociamos el nombre de Mandela, libertadas que son negadas en Cuba”. Ese es el problema de santificar la fantasía que uno tiene o quiere tener de otra persona, en este caso, la fantasía que Rubio se ha formado (calculadoramente, sin duda, de los labios para afuera) acerca de Mandela. Rubio parece admirar a un Nelson Mandela que fue enemigo de la Revolución Cubana y que jamás habría hecho algo tan ignominioso como estrecharle la mano al hermano-heredero de Fidel Castro.
La historia, sin embargo, dice que Mandela tuvo una constante admiración por el régimen de Fidel Castro. Fue un lector encandilado de los discursos del dictador y de los ensayos de Ernesto “Che” Guevara, y esos textos contribuyeron a formar su discurso en las primeras décadas de su actividad política. Mandela consideraba a Fidel Castro una inspiración y un amigo y al régimen castrista un aliado en su lucha contra el apartheid. Eso, a su vez, tenía una razón histórica objetiva: Castro apoyó la lucha de Mandela y al movimiento político que encabezaba. Mientras tanto, en cambio, durante décadas, el gobierno norteamericano tuvo a Mandela fichado como terrorista, situación que no cambió hasta el año 2008, con el inminente ascenso de Barack Obama, quien siempre ha declarado que Mandela fue uno de los inspiradores de su propia carrera política.
Un líder histórico republicano como el presidente Ronald Reagan, a quien, a su vez, Rubio invariablemente coloca a la cabeza de sus propios íconos y modelos políticos, opinó siempre en contra de los proyectos de legislación anti-apartheid. Lo quiera uno aceptar o no, en la tribuna de ese estadio sudafricano, en las ceremonias funerarias de Mandela, tiene mucho más sentido la presencia de los líderes de la Revolución Cubana que la presencia de, por ejemplo, el presidente Bush, quien también estuvo allí pero durante cuyo gobierno Mandela siguió listado como terrorista por las agencias americanas de inteligencia. De hecho, el año 2003, cuando Estados Unidos, bajo la presidencia de Bush, lanzó la invasión a Irak, Mandela declaró: “Si hay un país en el mundo que ha cometido inenarrables atrocidades, ése país es Estados Unidos. A ellos, simplemente, no les preocupa nada”.
Convertir en íconos a los personajes políticos es mucho más fácil que tratar de comprenderlos. Uno no corre el riesgo de tener que dialogar con ellos, con las cosas que pensaron e hicieron de verdad, con las posiciones de hecho que tomaron y con las alianzas, los pactos y las afinidades que tuvieron; tampoco corre el peligro de tener que aceptar que, colocado en una cierta circunstancia real, enfrentado a ellos, las discrepancias se hubieran hecho visibles. Para mí, por ejemplo, sería mucho más fácil no pensar en las posibles cercanías y semejanzas entre Mandela, una figura histórica que admiro, y el “Che” Guevara, un personaje que me resulta abominable. Hay una dificultad mayor en tratar de comprender la conexión, pero la conexión es real: la lucha contra órdenes injustos, la actitud rebelde contra estructuras sociales y políticas opresivas. Es arduo comprender que el camino de uno —Mandela— haya conducido a la construcción de una democracia abierta, a la reconciliación y el ejercicio de la memoria, a la edificación de un sistema político igualitario, y el camino del otro —el “Che”— lo haya llevado a diseñar una sociedad opresiva, un sistema dictatorial que con el tiempo se ha convertido en una monarquía hereditaria disfrazada de revolución, cuando ambos comenzaron sus viajes no sólo coincidiendo, sino sirviendo uno como inspiración del otro. Pero esa es la historia real: es más compleja que el simple maniqueísmo, está llena de alianzas odiosas que atentan contra nuestra fantasía de la historia, y sus protagonistas son seres de carne y hueso, a los que podemos forzar a representar nuestros sueños y nuestros ideales, pero que tuvieron que vivir, como Mandela, en el mundo de verdad, donde algunos de los demócratas de nuestra imaginación fueron sus enemigos y algunos de los autoritarios de nuestro sueño fueron sus aliados.
Por supuesto, para muchos tendrá un sentido transparente la admiración de Mandela por el “Che”, pero quizá varios de los que creen entenderla de inmediato lo hagan llevados, a su vez, no por la figura histórica de Guevara —un criminal, un asesino, un verdugo al cabo de juicios sumarios, un carcelero inmisericorde—, sino por el “Che” de los afiches progres, las camisetas hippies y las canciones de Santana. Una cosa está clara: Mandela no pudo ser uno de los engañados. Mandela tuvo que saber que la Revolución Cubana le costó la libertad a cientos de miles, a millones de cubanos. Mandela fue un político, y su vida fue una vida de opciones intrincadas y decisiones extremas, una de las cuales fue mantener la amistad de los amigos que sirvieron a su causa incluso después de que esos amigos se habían transformado en los ejecutores de la opresión para otros pueblos. Podemos sentarnos a reflexionar sobre eso, podemos discutirlo. O podemos ocultarlo detrás de una caricatura y una ficción no problemática. Pero el mundo está ya demasiado lleno de esas ficciones y nunca está de más enfrentarse a la realidad. Más interesante es descubrir que un ser humano con tantas fallas como cualquier otro tiene dentro de sí la capacidad de obrar transformaciones extraordinarias, no importa cuántas veces se equivoque. Ojalá la memoria de Mandela sobreviva a su leyenda.
1 comentario:
ni que decir de esos... "curiosos" sucesores de Mandela en el gobierno sudafricano
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