(Este artículo mío apareció hoy en Velaverde)
Rueda la camarita. Pum: repartija. Corten. No puede ser. ¿En el país de Odría y Haya de la Torre, tenemos políticos inmorales dispuestos a cualquier componenda y a repartirse el poder como les dé la gana? ¿Qué cosa? ¿Cómo dice? ¿Que los apristas y los odriístas hicieron lo mismo allá por la época en que se jodió el Perú, Zavalita? Bueno, por lo menos no lo hicieron ante cámaras. ¿Que sí lo hicieron ante cámaras? Bueno, pero no eran cámaras de video digital, con súper-zoom de audio dirigido. Ah, eso es verdad. Es que todo tiempo pasado fue mejor. Y justo cuando parecía que los padres de la patria se iban a repartir nuestras instituciones (el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo) cual turrón de Doña Pepa, apareció el Superman peruano, que de noche se llama Superman y de día se llama Jason Day, y les hizo el pare a los facinerosos. Aplausos. Jason Day saves the day. Ahora todos podemos dormir tranquilos. (En la medida en que se pueda dormir tranquilo sin TC ni DP).
Lo cierto es que revertir la repartija no fue obra de Jason Day, ni de Claudia Cisneros ni de ningún otro dios griego, sino de algunos miles de peruanos en las calles, muchos de ellos, eso sí, azuzados por esas dos personas y por varias otras y por grupos de acción civil y federaciones de estudiantes. Y estuvo bien que lo hicieran, que por una vez nuestros ayatollahs de la marmaja supieran que no toda sinvergüenzada es permisible y no toda ruindad pasa piola. Lo curioso es que, acto seguido, se multiplicaron en Facebook y en Twitter las voces de otro tipo de protesta: no peruanos indignados por el corte Doña Pepa, sino peruanos cachacientos, más allá del bien y del mal, aunque no tan más allá del mal, eso hay que decirlo, que no protestaban por el delito y la burla antidemocrática, sino contra quienes habían protestado. Porque en el Perú, por cada diez corruptos hay un ciudadano que se molesta con la corrupción, pero hay cien que viven felices con ella, quieran admitirlo o no, y esos prefieren quejarse de la queja en vez de quejarse del crimen.
Y a Jason Day, actor y activista, heredero de un padre que se enriqueció, según él cuenta, con las privatizaciones del fujimorismo, esta semana le han dado como a piñata en fiesta de narcos. No por los millones del papá, como supondría el politólogo con ojo de águila, sino porque cómo se le ocurre protestar. Cómo se le ocurre marchar por las calles. Cómo se le ocurre ejercer su derecho al reclamo. Cómo se le ocurre pedir orden y decencia, si él es un blanquiñoso miraflorino, o peor aun, un blanquito del malecón de Barranco, y todos sabemos que Miraflores, San Isidro y el malecón de Barranco están más allá de las fronteras de la patria. Además, su nombre suena hollywoodense (si tan sólo se llamara Bruno Díaz y no Jason Day) y al parecer, tristemente, para muchos peruanos es más fácil aceptar la corrupción de un político elegido por voto popular que la decencia de un joven que parece haber llegado hasta nosotros corriendo una ola desde Hawaii, aunque sea igual de peruano que todos.
¿Quién tiene la culpa? La salida fácil sería decir que la culpa la tiene Aldo Mariátegui, pero vamos a hilar más fino: la culpa la tienen Aldo Mariátegui y todos los que piensan como él. Es decir, los que andan por ahí llamando “caviar” a medio mundo, convencidos o convenciéndose o tratando de convencer a los demás de que un “caviar” es lo peor que puede haber en el mundo. ¿Y qué cosa es un caviar? Según entiendo, un caviar es cualquier tipo de pituco, semipituco, exopituco o parapituco (en el Perú de hoy, si tienes para tomar una combi a la Plaza San Martín eres por lo menos un parapituco o pituco instrumental), alguien que tiene sus necesidades cubiertas y un futuro promisorio por delante y que, sin embargo, comete el asombroso crimen de querer que los demás también tengan eso, y encima no cree que el libre mercado sea ni Dios ni su copiloto. Un caviar es alguien que, si sólo pensara en su conveniencia, debería quedarse tranquilo entre mojitos y chilcanos, ser un neoconservador, de esos que acá se llaman neoliberales, y alegrarse de tenerlo todo en la vida. Un caviar es Jason Day, por ejemplo, alguien que podría rodar la siguiente película y no distraerse en trivialidades como el bienestar general y la democracia, pero que decide, oh locura, oh alienación, no ser un robot egoísta sino un ciudadano solidario. Y ése es un delito que no podemos perdonar. Contra eso, al parecer, tenemos que protestar.
Rueda la camarita. Pum: repartija. Corten. No puede ser. ¿En el país de Odría y Haya de la Torre, tenemos políticos inmorales dispuestos a cualquier componenda y a repartirse el poder como les dé la gana? ¿Qué cosa? ¿Cómo dice? ¿Que los apristas y los odriístas hicieron lo mismo allá por la época en que se jodió el Perú, Zavalita? Bueno, por lo menos no lo hicieron ante cámaras. ¿Que sí lo hicieron ante cámaras? Bueno, pero no eran cámaras de video digital, con súper-zoom de audio dirigido. Ah, eso es verdad. Es que todo tiempo pasado fue mejor. Y justo cuando parecía que los padres de la patria se iban a repartir nuestras instituciones (el Tribunal Constitucional y la Defensoría del Pueblo) cual turrón de Doña Pepa, apareció el Superman peruano, que de noche se llama Superman y de día se llama Jason Day, y les hizo el pare a los facinerosos. Aplausos. Jason Day saves the day. Ahora todos podemos dormir tranquilos. (En la medida en que se pueda dormir tranquilo sin TC ni DP).
Lo cierto es que revertir la repartija no fue obra de Jason Day, ni de Claudia Cisneros ni de ningún otro dios griego, sino de algunos miles de peruanos en las calles, muchos de ellos, eso sí, azuzados por esas dos personas y por varias otras y por grupos de acción civil y federaciones de estudiantes. Y estuvo bien que lo hicieran, que por una vez nuestros ayatollahs de la marmaja supieran que no toda sinvergüenzada es permisible y no toda ruindad pasa piola. Lo curioso es que, acto seguido, se multiplicaron en Facebook y en Twitter las voces de otro tipo de protesta: no peruanos indignados por el corte Doña Pepa, sino peruanos cachacientos, más allá del bien y del mal, aunque no tan más allá del mal, eso hay que decirlo, que no protestaban por el delito y la burla antidemocrática, sino contra quienes habían protestado. Porque en el Perú, por cada diez corruptos hay un ciudadano que se molesta con la corrupción, pero hay cien que viven felices con ella, quieran admitirlo o no, y esos prefieren quejarse de la queja en vez de quejarse del crimen.
Y a Jason Day, actor y activista, heredero de un padre que se enriqueció, según él cuenta, con las privatizaciones del fujimorismo, esta semana le han dado como a piñata en fiesta de narcos. No por los millones del papá, como supondría el politólogo con ojo de águila, sino porque cómo se le ocurre protestar. Cómo se le ocurre marchar por las calles. Cómo se le ocurre ejercer su derecho al reclamo. Cómo se le ocurre pedir orden y decencia, si él es un blanquiñoso miraflorino, o peor aun, un blanquito del malecón de Barranco, y todos sabemos que Miraflores, San Isidro y el malecón de Barranco están más allá de las fronteras de la patria. Además, su nombre suena hollywoodense (si tan sólo se llamara Bruno Díaz y no Jason Day) y al parecer, tristemente, para muchos peruanos es más fácil aceptar la corrupción de un político elegido por voto popular que la decencia de un joven que parece haber llegado hasta nosotros corriendo una ola desde Hawaii, aunque sea igual de peruano que todos.
¿Quién tiene la culpa? La salida fácil sería decir que la culpa la tiene Aldo Mariátegui, pero vamos a hilar más fino: la culpa la tienen Aldo Mariátegui y todos los que piensan como él. Es decir, los que andan por ahí llamando “caviar” a medio mundo, convencidos o convenciéndose o tratando de convencer a los demás de que un “caviar” es lo peor que puede haber en el mundo. ¿Y qué cosa es un caviar? Según entiendo, un caviar es cualquier tipo de pituco, semipituco, exopituco o parapituco (en el Perú de hoy, si tienes para tomar una combi a la Plaza San Martín eres por lo menos un parapituco o pituco instrumental), alguien que tiene sus necesidades cubiertas y un futuro promisorio por delante y que, sin embargo, comete el asombroso crimen de querer que los demás también tengan eso, y encima no cree que el libre mercado sea ni Dios ni su copiloto. Un caviar es alguien que, si sólo pensara en su conveniencia, debería quedarse tranquilo entre mojitos y chilcanos, ser un neoconservador, de esos que acá se llaman neoliberales, y alegrarse de tenerlo todo en la vida. Un caviar es Jason Day, por ejemplo, alguien que podría rodar la siguiente película y no distraerse en trivialidades como el bienestar general y la democracia, pero que decide, oh locura, oh alienación, no ser un robot egoísta sino un ciudadano solidario. Y ése es un delito que no podemos perdonar. Contra eso, al parecer, tenemos que protestar.
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