(Mi artículo aparecido hoy en la revista Velaverde).
¿Quién es este señor moribundo al que las oscuras fuerzas del mal obligan a atender una audiencia judicial, cuando es obvio que el pobre hombre está con un pie en la tumba y el otro pie en las puertas del cielo, a juzgar por las ojeras que se le salen de la cara esquelética, la lámina de legañas que le cuelga del ojo, el pelo caótico que ya parece endurecido por el rigor mortis, esa mirada extraviada que no es otra cosa que un anuncio del deceso ad portas?
¿Y quién es este otro sujeto, enérgico, extrovertido y vociferante, este hombretón de peinado perfecto que desfila por los pasillos de una clínica en bata reversible y con el poto al aire, gritándole a la gente a voz en cuello, repartiendo órdenes como caporal en chacra, exultante de vitalidad, con más sabor, más saoco y más sandunga que una orquesta salsera en año nuevo? ¿Por qué está en una clínica si sus signos vitales son la encarnación de la salud y su grito atronador parece el de un capitán pirata cantando alegre en la popa?
Me quieren contar el cuento de que estos dos sujetos son la misma persona, como Superman y Clark Kent, como Batman y Bruno Díaz, como Martha Hildebrandt y Marco Aurelio Denegri. A otro hueso con ese perro: estos son dos individuos diferentes: uno está colgando la tanga antes de unirse al coro de los querubines celestiales; el otro está practicando para dar un golpe de estado en el infierno, pero a largo plazo, porque primero tiene que dar un par más en esta tierra.
¿Que los dos se llaman igual, Alberto Fujimori? Un nombre muy común, sin duda: de hecho, me suena de algo. ¿No se llamaba así el presidente democráticamente electo por los peruanos en 1990, el chinito regalón, el samurái tierno, el profesor del tractorcito, papá ejemplar, esposo dedicado, personificación del optimismo perulero de la inmigración japonesa en nuestra patria? ¿Y acaso no se llamaba igual, Alberto Fujimori, el desgraciado dictador, el ideólogo de Barrios Altos y la Cantuta, el sátrapa del Grupo Colina, el ladrón de los quince millones, cuyos aviones apenas podían despegar del suelo debido a la tonelada de barrotes de oro y maletas con dinero con que les llenaba el buche antes de cada viaje?
No me van a decir que esos dos también eran la misma persona. No estoy dispuesto a creer esa tontería. Salvo que alguien me quiera decir que Alberto Fujimori, el corrector de nuestra economía en los noventa, comando camuflado en su propia gloria, que atrapó a Abimael Guzmán sin más ayuda que sus puños encallecidos y su pericia de judoka sagrado, es el mismo Alberto Fujimori condenado por nuestros tribunales a cuchucientos años de cárcel por sus horrendos crímenes contra la humanidad. ¿Quién se va a creer eso?
Además, en todo caso, entre el Alberto Fujimori de la honradez, la tecnología y el trabajo y el Alberto Fujimori de los tanques, los lingotes y la sonrisa cachacienta vía fax hay varios años. Uno podría suponer que el primero se convirtió en el segundo a lo largo de un complejo proceso de decadencia espiritual, una de esas transformaciones que los escritores llaman “descenso a los infiernos”: un patita buena gente que se vuelve una rata, Walter White transformándose en Heisenberg.
Pero entre el Alberto Fujimori con cara de muerto recién exhumado que se presentó a los tribunales la semana pasada y el Alberto Fujimori de la camisola tres cuartos que se paseaba con el derrière en exhibición por la Clínica Centenario, sólo hay veinticuatro horas de distancia. Ese no es un pausado descenso a los infiernos: ese es el Doctor Jekyll chupándose una pócima hasta las heces para transmutarse en Mister Hyde en un dos por tres. Peor aun: ese es el pobre muchachón Gregor Samsa que en una sola noche se convierte en cucaracha patas arriba, para profunda preocupación de sus familiares y amigos.
A no ser, claro, que alguien nos esté metiendo la yuca. ¿Dije yuca? Ok. Tengo otra hipótesis: todos estos Albertos Fujimori son una misma criatura, capaz de asumir la apariencia que le conviene en el momento más adecuado, y de ejecutar ese cambio con una velocidad tal que el ojo humano no alcanza a percibirlo. Por fortuna, ahora tenemos el interesante documental grabado por un videasta amateur en la Clínica Centenario. Estoy seguro de que, si nos sentamos tranquilos frente a la tele y miramos el video cuadro por cuadro, percibiremos el instante exacto en que el cadáver deja de morir, se pone en pie, se peina con rápida maniobra de senséi, reemplaza el polo al revés por la seductora túnica romana y empieza a emitir gritos autoritarios que le salen por un tercer ojo en la barriga, como en una de esas películas monstruosas de Sam Raimi.
No tengo dudas: en ese video debe estar la prueba de que Alberto Fujimori no es muchas criaturas sino una sola: un monstruito mentiroso y chillón, alharaquiento y falso, proteico y sibilino, bochornoso y camaleónico, que se ha pasado más de veinte años asumiendo formas visibles alrededor de un centro hueco, en el que solo habita su deseo de persistir a toda costa, para seguir mintiendo. Miren con atención y díganme si no lo ven. Y la próxima vez que vayan a votar, recuerden que fujimorismo viene de Fujimori, que las supuestas bondades del fujimorismo son máscaras y maquillajes, engaños, espejismos, que no hay ningún bien en el fujimorismo que los fujimoristas no estén dispuestos a trocar por alguna forma de mal, si les conviene.
¿Quién es este señor moribundo al que las oscuras fuerzas del mal obligan a atender una audiencia judicial, cuando es obvio que el pobre hombre está con un pie en la tumba y el otro pie en las puertas del cielo, a juzgar por las ojeras que se le salen de la cara esquelética, la lámina de legañas que le cuelga del ojo, el pelo caótico que ya parece endurecido por el rigor mortis, esa mirada extraviada que no es otra cosa que un anuncio del deceso ad portas?
¿Y quién es este otro sujeto, enérgico, extrovertido y vociferante, este hombretón de peinado perfecto que desfila por los pasillos de una clínica en bata reversible y con el poto al aire, gritándole a la gente a voz en cuello, repartiendo órdenes como caporal en chacra, exultante de vitalidad, con más sabor, más saoco y más sandunga que una orquesta salsera en año nuevo? ¿Por qué está en una clínica si sus signos vitales son la encarnación de la salud y su grito atronador parece el de un capitán pirata cantando alegre en la popa?
Me quieren contar el cuento de que estos dos sujetos son la misma persona, como Superman y Clark Kent, como Batman y Bruno Díaz, como Martha Hildebrandt y Marco Aurelio Denegri. A otro hueso con ese perro: estos son dos individuos diferentes: uno está colgando la tanga antes de unirse al coro de los querubines celestiales; el otro está practicando para dar un golpe de estado en el infierno, pero a largo plazo, porque primero tiene que dar un par más en esta tierra.
¿Que los dos se llaman igual, Alberto Fujimori? Un nombre muy común, sin duda: de hecho, me suena de algo. ¿No se llamaba así el presidente democráticamente electo por los peruanos en 1990, el chinito regalón, el samurái tierno, el profesor del tractorcito, papá ejemplar, esposo dedicado, personificación del optimismo perulero de la inmigración japonesa en nuestra patria? ¿Y acaso no se llamaba igual, Alberto Fujimori, el desgraciado dictador, el ideólogo de Barrios Altos y la Cantuta, el sátrapa del Grupo Colina, el ladrón de los quince millones, cuyos aviones apenas podían despegar del suelo debido a la tonelada de barrotes de oro y maletas con dinero con que les llenaba el buche antes de cada viaje?
No me van a decir que esos dos también eran la misma persona. No estoy dispuesto a creer esa tontería. Salvo que alguien me quiera decir que Alberto Fujimori, el corrector de nuestra economía en los noventa, comando camuflado en su propia gloria, que atrapó a Abimael Guzmán sin más ayuda que sus puños encallecidos y su pericia de judoka sagrado, es el mismo Alberto Fujimori condenado por nuestros tribunales a cuchucientos años de cárcel por sus horrendos crímenes contra la humanidad. ¿Quién se va a creer eso?
Además, en todo caso, entre el Alberto Fujimori de la honradez, la tecnología y el trabajo y el Alberto Fujimori de los tanques, los lingotes y la sonrisa cachacienta vía fax hay varios años. Uno podría suponer que el primero se convirtió en el segundo a lo largo de un complejo proceso de decadencia espiritual, una de esas transformaciones que los escritores llaman “descenso a los infiernos”: un patita buena gente que se vuelve una rata, Walter White transformándose en Heisenberg.
Pero entre el Alberto Fujimori con cara de muerto recién exhumado que se presentó a los tribunales la semana pasada y el Alberto Fujimori de la camisola tres cuartos que se paseaba con el derrière en exhibición por la Clínica Centenario, sólo hay veinticuatro horas de distancia. Ese no es un pausado descenso a los infiernos: ese es el Doctor Jekyll chupándose una pócima hasta las heces para transmutarse en Mister Hyde en un dos por tres. Peor aun: ese es el pobre muchachón Gregor Samsa que en una sola noche se convierte en cucaracha patas arriba, para profunda preocupación de sus familiares y amigos.
A no ser, claro, que alguien nos esté metiendo la yuca. ¿Dije yuca? Ok. Tengo otra hipótesis: todos estos Albertos Fujimori son una misma criatura, capaz de asumir la apariencia que le conviene en el momento más adecuado, y de ejecutar ese cambio con una velocidad tal que el ojo humano no alcanza a percibirlo. Por fortuna, ahora tenemos el interesante documental grabado por un videasta amateur en la Clínica Centenario. Estoy seguro de que, si nos sentamos tranquilos frente a la tele y miramos el video cuadro por cuadro, percibiremos el instante exacto en que el cadáver deja de morir, se pone en pie, se peina con rápida maniobra de senséi, reemplaza el polo al revés por la seductora túnica romana y empieza a emitir gritos autoritarios que le salen por un tercer ojo en la barriga, como en una de esas películas monstruosas de Sam Raimi.
No tengo dudas: en ese video debe estar la prueba de que Alberto Fujimori no es muchas criaturas sino una sola: un monstruito mentiroso y chillón, alharaquiento y falso, proteico y sibilino, bochornoso y camaleónico, que se ha pasado más de veinte años asumiendo formas visibles alrededor de un centro hueco, en el que solo habita su deseo de persistir a toda costa, para seguir mintiendo. Miren con atención y díganme si no lo ven. Y la próxima vez que vayan a votar, recuerden que fujimorismo viene de Fujimori, que las supuestas bondades del fujimorismo son máscaras y maquillajes, engaños, espejismos, que no hay ningún bien en el fujimorismo que los fujimoristas no estén dispuestos a trocar por alguna forma de mal, si les conviene.