(Esta es mi columna de esta semana en la revista Velaverde).
Walter White es el más complejo de todos los personajes que la televisión nos haya dado en su historia. Es un modesto padre de familia que pudo ser Premio Nobel de Química y también pudo ser multimillonario. La insidia y una serie de pequeñas traiciones personales lo convierten en un modesto profesor de química en Alburquerque, New Mexico, enterrado en el desierto y en una vida gris y mediocre. El amor y el destino le dan una bella esposa y un hijo que valientemente lucha contra un mal congénito. El cáncer y el despiadado sistema médico americano mutan a Walter en proveedor de una mafia de traficantes de metanfetamina. La ambición, el pánico a la muerte y el último espejeo de su aspiración a la gloria lo transforman en un asesino masivo. Se convierte en Heisenberg, leyenda del submundo de los cárteles en la frontera méxico-americana, el científico más talentoso de una industria depravada, un energúmeno capaz de arrasar con decenas de personas en su afán de no morir sin antes acumular millones de dólares y dejarlos en herencia a sus hijos. Su último acto sobre la tierra es un homicidio múltiple pero también un suicidio calculado y un martirio: Walter White muere protegiendo a un exestudiante y exsocio que alguna vez quiso matarlo y al que también él quiso matar, Jesse, para quien Walter ha sido padre y némesis, protector y acosador, maestro y traidor, salvador y sicario.
Breaking Bad es la historia de un control freak en un universo irreversiblemente caótico, la biografía de un individuo moral cuyo mundo se descalabra y que, desde ese momento, aplica al mal la misma férrea disciplina de principios que antes aplicó a una vida correcta, sana y bienhechora. Es el relato de un proceso transformacional, a lo largo del cual un hombre cruza la frontera del horror (“to break bad” es entrar en la zona oscura) y observa, entre las rendijas de su trágica cárcel, entre las rayas rojas de la sangre que baña sus ojos, el mundo que ha dejado atrás: una casa normal, una esposa trabajadora, un hijo ferviente, una sociedad adormecida que le ha dado amor hasta el hastío y la repugnancia: una familia cariñosa a la que él quiere rescatar de la medianía pero a la que, zigzagueando entre la conciencia y la inconciencia, destruye minuciosamente, como si el amor de Walter ya sólo pudiera transformarse en muerte y aniquilación.
Breaking Bad es a nuestro mundo (el mundo del mal banalizado por el dinero y el consumo como autodestrucción) lo que la tragedia griega fue al mundo del mal divino y los presagios sobrehumanos. Es inmensamente difícil pensar en una narración contemporánea que tan meticulosamente apunte hacia el centro de lo maligno del universo en que vivimos. Por eso nos captura aunque nos asquee, por eso caemos en la trampa de admirar durante ochenta horas de relato a un individuo siempre dispuesto a hacer algo peor, algo más bajo, algo más sucio: porque intuimos que Walter White es cualquiera, incluso cualquiera de nosotros, que ha caído en una emboscada que el mundo nos puede tender a nosotros mañana mismo. Que, en el mejor de los casos, lo que nos aleja de él no es nuestra moral superior sino nuestro intelecto inferior. No somos genios del mal no porque no seamos malos sino porque no somos genios.
Vince Gilligan, creador de la serie, director de muchos de sus episodios, cabeza de su pequeño equipo de guionistas, es sin duda uno de los grandes contadores de historias de nuestro tiempo. Graduado de la Tisch School of Arts, de la Universidad de New York, fue autor de más de veinte episodios de The X Files. Esos episodios, en el género de lo fantástico, son la obra menor de quien luego sería un autor mayor. Para convertirse en el portentoso narrador que es hoy, Gilligan no rompió con el lenguaje televisivo ni decidió reconstruir el género desde sus ruinas. Por el contrario, hizo lo que los grandes artistas hacen siempre: bucear en su arte y emerger con lo mejor, influido por los más notables autores televisivos de las últimas décadas, desde Lynch y Apted hasta Kieslowski, desde Leigh y Lumet hasta Mann y Bigelow, pero aceptando y reconociendo los triunfos de la televisión más comercial —The Sopranos, Dexter, Lost, incluso The X Files—. Gilligan es, además, indudablemente, un gran lector de literatura muy compleja. En Breaking Bad se transparentan las presencias del Cormac McCarthy de The Road, el Philip Roth de The Dying Animal y el Coetzee de Disgrace, novelas que, no por casualidad, han merecido todas ellas, con suerte variable, una adaptación cinematográfica. Pero también tiene el ojo atento al cómic, al video clip y al trabajo reciente de los grandes videastas experimentales: en cualquier episodio de Breaking Bad la audiencia puede ser transportada, rápida y fulgurantemente, del mundo de grandes contrastes maniqueos de Sin City al de la sicodélica desesperación intimista ante la enfermedad del David B. de Epilepsia, o del formalismo sucio de los videoclips de Jonathan Demme al violento absurdo nihilista del Death Self de Ullay y Abramovich.
Quienes están convencidos de que la televisión es inherentemente una fuente de estupidez y trivialidad, o, a lo sumo, de inmoralidad y desinformación, tienen en series como Breaking Bad el más contundente contraejemplo. La televisión ofrece formatos que son magníficos en su maleabilidad; permite la expansión de infinitas historias y subhistorias; establece un tipo de relación retroalimenticia entre creador y receptor que las formas tradicionales del cine y la literatura no propician casi nunca: el juego de ida y vuelta, el tanteo de las mutuas reacciones. Con un año entero para producir una docena de episodios, y largos meses para replantear el futuro, la televisión parece un medio más hecho para la autorreflexión que casi cualquier otro en el universo de las artes narrativas. Los largos años de producción en equipo —cinco en este caso— permiten, además, frutos sorprendentes, como la escarapelante compenetración que alcanzaron con sus personajes actores notables como Anna Gunn (Skyler), Aaron Paul (Jesse), Giancarlo Esposito (Gustavo Fring), Jonathan Banks (Mike Ehrmantraut) y, sobre todo, Bryan Cranston, que terminó transmutándose en el cuerpo enfermo, el espíritu herido y el rostro enigmático de ese santo del mal que es Walter White, el personaje más inolvidable que la televisión nos ha dado hasta el día de hoy.
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Walter White es el más complejo de todos los personajes que la televisión nos haya dado en su historia. Es un modesto padre de familia que pudo ser Premio Nobel de Química y también pudo ser multimillonario. La insidia y una serie de pequeñas traiciones personales lo convierten en un modesto profesor de química en Alburquerque, New Mexico, enterrado en el desierto y en una vida gris y mediocre. El amor y el destino le dan una bella esposa y un hijo que valientemente lucha contra un mal congénito. El cáncer y el despiadado sistema médico americano mutan a Walter en proveedor de una mafia de traficantes de metanfetamina. La ambición, el pánico a la muerte y el último espejeo de su aspiración a la gloria lo transforman en un asesino masivo. Se convierte en Heisenberg, leyenda del submundo de los cárteles en la frontera méxico-americana, el científico más talentoso de una industria depravada, un energúmeno capaz de arrasar con decenas de personas en su afán de no morir sin antes acumular millones de dólares y dejarlos en herencia a sus hijos. Su último acto sobre la tierra es un homicidio múltiple pero también un suicidio calculado y un martirio: Walter White muere protegiendo a un exestudiante y exsocio que alguna vez quiso matarlo y al que también él quiso matar, Jesse, para quien Walter ha sido padre y némesis, protector y acosador, maestro y traidor, salvador y sicario.
Breaking Bad es la historia de un control freak en un universo irreversiblemente caótico, la biografía de un individuo moral cuyo mundo se descalabra y que, desde ese momento, aplica al mal la misma férrea disciplina de principios que antes aplicó a una vida correcta, sana y bienhechora. Es el relato de un proceso transformacional, a lo largo del cual un hombre cruza la frontera del horror (“to break bad” es entrar en la zona oscura) y observa, entre las rendijas de su trágica cárcel, entre las rayas rojas de la sangre que baña sus ojos, el mundo que ha dejado atrás: una casa normal, una esposa trabajadora, un hijo ferviente, una sociedad adormecida que le ha dado amor hasta el hastío y la repugnancia: una familia cariñosa a la que él quiere rescatar de la medianía pero a la que, zigzagueando entre la conciencia y la inconciencia, destruye minuciosamente, como si el amor de Walter ya sólo pudiera transformarse en muerte y aniquilación.
Breaking Bad es a nuestro mundo (el mundo del mal banalizado por el dinero y el consumo como autodestrucción) lo que la tragedia griega fue al mundo del mal divino y los presagios sobrehumanos. Es inmensamente difícil pensar en una narración contemporánea que tan meticulosamente apunte hacia el centro de lo maligno del universo en que vivimos. Por eso nos captura aunque nos asquee, por eso caemos en la trampa de admirar durante ochenta horas de relato a un individuo siempre dispuesto a hacer algo peor, algo más bajo, algo más sucio: porque intuimos que Walter White es cualquiera, incluso cualquiera de nosotros, que ha caído en una emboscada que el mundo nos puede tender a nosotros mañana mismo. Que, en el mejor de los casos, lo que nos aleja de él no es nuestra moral superior sino nuestro intelecto inferior. No somos genios del mal no porque no seamos malos sino porque no somos genios.
Vince Gilligan, creador de la serie, director de muchos de sus episodios, cabeza de su pequeño equipo de guionistas, es sin duda uno de los grandes contadores de historias de nuestro tiempo. Graduado de la Tisch School of Arts, de la Universidad de New York, fue autor de más de veinte episodios de The X Files. Esos episodios, en el género de lo fantástico, son la obra menor de quien luego sería un autor mayor. Para convertirse en el portentoso narrador que es hoy, Gilligan no rompió con el lenguaje televisivo ni decidió reconstruir el género desde sus ruinas. Por el contrario, hizo lo que los grandes artistas hacen siempre: bucear en su arte y emerger con lo mejor, influido por los más notables autores televisivos de las últimas décadas, desde Lynch y Apted hasta Kieslowski, desde Leigh y Lumet hasta Mann y Bigelow, pero aceptando y reconociendo los triunfos de la televisión más comercial —The Sopranos, Dexter, Lost, incluso The X Files—. Gilligan es, además, indudablemente, un gran lector de literatura muy compleja. En Breaking Bad se transparentan las presencias del Cormac McCarthy de The Road, el Philip Roth de The Dying Animal y el Coetzee de Disgrace, novelas que, no por casualidad, han merecido todas ellas, con suerte variable, una adaptación cinematográfica. Pero también tiene el ojo atento al cómic, al video clip y al trabajo reciente de los grandes videastas experimentales: en cualquier episodio de Breaking Bad la audiencia puede ser transportada, rápida y fulgurantemente, del mundo de grandes contrastes maniqueos de Sin City al de la sicodélica desesperación intimista ante la enfermedad del David B. de Epilepsia, o del formalismo sucio de los videoclips de Jonathan Demme al violento absurdo nihilista del Death Self de Ullay y Abramovich.
Quienes están convencidos de que la televisión es inherentemente una fuente de estupidez y trivialidad, o, a lo sumo, de inmoralidad y desinformación, tienen en series como Breaking Bad el más contundente contraejemplo. La televisión ofrece formatos que son magníficos en su maleabilidad; permite la expansión de infinitas historias y subhistorias; establece un tipo de relación retroalimenticia entre creador y receptor que las formas tradicionales del cine y la literatura no propician casi nunca: el juego de ida y vuelta, el tanteo de las mutuas reacciones. Con un año entero para producir una docena de episodios, y largos meses para replantear el futuro, la televisión parece un medio más hecho para la autorreflexión que casi cualquier otro en el universo de las artes narrativas. Los largos años de producción en equipo —cinco en este caso— permiten, además, frutos sorprendentes, como la escarapelante compenetración que alcanzaron con sus personajes actores notables como Anna Gunn (Skyler), Aaron Paul (Jesse), Giancarlo Esposito (Gustavo Fring), Jonathan Banks (Mike Ehrmantraut) y, sobre todo, Bryan Cranston, que terminó transmutándose en el cuerpo enfermo, el espíritu herido y el rostro enigmático de ese santo del mal que es Walter White, el personaje más inolvidable que la televisión nos ha dado hasta el día de hoy.
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2 comentarios:
Muy buen articulo.
Sería interesante que expliques cómo así está conectado con Lynch, Apted o Kielowski.
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