31.5.13

Y a ti quién te consume. Segunda parte.

Por supuesto, cuando uno critica la versión de los Alfredos y dice, como digo yo, que es una tontería proponer Asu mare como ejemplo del cine que debería ser producido en el Perú, la mayor parte de las respuestas buscan comparacines con el cine americano: ¿acaso Estados Unidos no produce una cantidad alucinante de malas películas? ¿Acaso The Hangover 1, 2 y 3 no son películas tan malas como Asu mare? (En verdad, no tanto). ¿Y por qué no ando yo criticando esas películas en vez de meterme con Asu mare? Obvio, se responden ellos mismos: porque el peor enemigo de un peruano es otro peruano, porque el éxito ajeno es insoportable, porque la envidia me consume (soy un consumista de la envidia: el único tipo de consumismo que los otros consumistas desprecian), etc.

Y además, preguntan, si Asu mare no se plantea a sí misma como el non plus ultra del séptimo arte, ¿por qué vengo yo a rasgarme las vestiduras en nombre del arte y la cultura? Ah, pues, se responden: porque soy un intelectual (esa cosa horrible) o porque soy alguien que desprecia el gusto de las mayorías, o porque soy una especie de peruano postizo, incapaz de comprender al pueblo, o sea, a los peruanos de verdad.

Vamos en orden. Sí, Estados Unidos, que fue el país de Ray Charles y The Doors, hoy es el país de los Jonas Brothers y Britney Spears. Sí, Estados Unidos, que fue el país de Orson Welles y Stanley Kubrick, hoy es el país de Todd Phillips y James Cameron. En efecto, Estados Unidos, habiendo sido el país de Herman Melville y William Faulkner, hoy es el país de Stephenie Meyer y Anne Rice, y aunque una vez fue el país de Hunter S. Thompson y Truman Capote, hoy es el país de Glenn Beck y Geraldo Rivera. Y todo eso parece hablar de una horrenda depresión en la cultura americana.

Pero sucede que el país de los Jonas Brothers y Britney Spears sigue siendo el país de Jack White, Bob Dylan y Wilco; el de Todd Phillips y James Cameron es todavía el de Jim Jarmusch, David Lynch y los hermanos Coen; el país de Stephenie Meyer y Anne Rice es el mismo donde escriben Jonathan Safran Foer, Philip Roth, Paul Auster y Cormac McCarthy, y el de Glenn Beck y Geraldo Rivera es el mismo de Joe Sacco y Joan Didion (y también el de Stephen Colbert y Jon Stewart).


La cultura americana tiene una amplitud tal que hace que su mercado pueda albergar sin problemas los productos más comerciales y los más intelectuales, los más populares y los más elitistas, los más simples y los más complejos, los más amarillistas y los más serios. Ese no es el caso en el Perú. Así de simple. En el Perú, los creadores y los vendedores de souvenirs se disputan los mismos espacios; los escritores más consagrados publican en las mismas colecciones que los escribidores más atrabiliarios (a un novelista peruano, una editorial le puede decir que no publicará su libro, aunque le parece muy bueno, porque ya tiene programada la próxima novela de la esposa de Jaime Bayly y ese es un negocio más seguro), los sociólogos y los antropólogos se pelean las columnas de opinión con cómicos y profesoras de buenos modales y los pintores y escultores más innovadores tienen que ofrecer su arte en los mismos eventos que los decoradores y los fabricantes de adornos.

De hecho, los escultores más celebrados y vendidos en el Perú de hoy son, literalmente, fabricantes de adornos, los pintores más atendidos por la prensa son dibujantes de afiches infantiles, los cantantes más exitosos han hecho una carrera escribiendo jingles para comerciales y el director más visto en la historia del cine peruano es un director de spots publicitarios. ¿Qué les dice eso sobre la situación actual de nuestra producción artística y cultural?

La precariedad de las artes en el Perú es tan notoria que bastaría con que desaparecieran cuatro o cinco individuos para que desaparecieran cuatro o cinco géneros artísticos. Hay artes que son especies en vías de extinción. Si ciertas tres bailarinas se luxaran un tobillo podrían desaparecer el ballet y la danza moderna en una semana; si Juan Diego Flórez decidiera no regresar cada cierto tiempo, la ópera dejaría de existir (la mantuvo viva con respirador, por décadas, la sola voluntad de Luis Alva); si el nombre de Mario Vargas Llosa fuera borrado de nuestras memorias por obra de algún ensalmo mágico, el 99% de los peruanos no tendría cómo mencionar a ningún novelista nacional. ¿Poetas vivos? Pídanle a un chico de colegio que les recite un verso y lo más probable es que les repita una estrofa de Gianmarco Zignago.


Por eso es absurdo y peligroso cuando uno escucha a un exministro como Alfredo Ferrero declarar, con esa alegría arrasadora que trae consigo la ignorancia, que el Estado debería promover el cine nacional copiando el ejemplo de Asu mare, es decir, produciendo bodrios populacheros y malhechos a partir de focus groups y estudios de mercado, manufactrando siempre sobre seguro, dándoles a los peruanos solamente, como querían Augusto Ferrando y Pocho Rospigliosi, "lo que le gusta a la gente", como si el rol del Estado fuera crear dinero hipnotizando al pueblo con la más notoria autocomplacencia y olvidar por completo su rol educativo y magisterial.

Porque el día que el Estado decida enseñarle a todos los peruanos que la mejor película es la que más vende, el mejor libro es el que más vende, el mejor cuadro es el que más vende, y que aquellos productos artísticos que no tienen éxito comercial no sirven para nada, ese día el Estado habrá terminado de condenar a los peruanos a ser para siempre el país culturalmente menesteroso en el que cada vez más nos estamos convirtiendo: un país donde nada vale si no se puede traducir en dinero y donde todo aquel artista o intelectual que quiere hacer un trabajo digno, creativo, innovador, original, al no alcanzar una audiencia de miles o millones, es un fracasado, un iluso o un inútil. Ya leímos esas columnas en los diarios donde se decía que Vallejo y Ribeyro eran lastres, ya vimos a alcaldes inaugurar ferias de libros declarando que ellos nunca leen libros, ya tenemos incluso escritores que afirman que leer un libro completo es tedioso. ¿Qué más queremos tener antes de declararnos en alerta roja?

En un país como Estados Unidos, con una gigantesca producción cultural, cuyas artes, en la práctica, son tan poderosas que gobiernan el circuito mundial de influencias estéticas casi sin disputa desde hace casi un siglo, y donde la economía es tan voluminosa que el mercado puede subdividirse infinitamente sin riesgo de desplazar a casi nadie, hay lugar para todo. Y en el Perú debería haber lugar para todo, también, pero, lamentablemente, la verdad es que en el Perú lo mal hecho y lo empobrecedor le está quitando espacio a lo bien hecho y enriquecedor, porque nuestro mercado es demasiado estrecho y es omnívoro y no hace diferencia alguna entre arte y entretenimiento, entre éxito comercial y éxito artístico, entre pasatiempo y cultura.

Esto que digo no implica, por supuesto, que no pueda haber arte entretenido, ni éxito comercial que no vaya de la mano del éxito artístico, ni cultura que no sea divertida: implica algo mucho más importante: que sólo a través de una educación sólida el arte puede ser consumido masivamente como algo satisfactorio y apasionante (porque el arte puede ser apasionante, y la gente es mejor cuando se apasiona por algo, y que alguien venga a decirme que Asu mare lo apasiona). Pero ya sabemos, porque Alfredo Bullard nos lo ha dicho, que quienes tienen la sartén por el mango consideran que demasiada educación es dañina.

Madeinusa y la Teta asustada y Días de Santiago y Dioses generaron polémicas sobre estética y sobre ideas porque despertaron pasiones en algunos sectores del país. Asu mare genera discusiones sobre márketing y negocios. El Perú no será un país exitoso cuando todo su cine se parezca a Asu mare, como quiere el señor Ferrero; lo será cuando películas como las de Llosa y Méndez y otros brillantes cineastas nacionales sean comprendidas y disfrutadas por más y más gente. No cuando se cierre esa posibilidad con propuestas intelectualmente derrotistas como las de Alfredo Ferrero y Alfredo Bullard (porque esos son los verdaderos derrotistas: los que creen que la batalla del pensamiento está perdida y que ahora sólo vale la batalla de las billeteras, no Ribeyro ni Vallejo que libraron la primera pelea a riesgo de condenarse en la segunda): seremos mejores cuando nos dé menos miedo pensar, cuando le perdamos el temor a los libros gordos, a las películas sin payasos y a las canciones sin estribillo.

Y, dicho sea de paso, cuando eso ocurra, tendremos mil veces más oportunidades de divertirnos con cosas que ni siquiera sospechábamos que pudieran ser divertidas, y no tendríamos que esperar la segunda parte de Asu mare para ser felices, y, oh maravilla, nuestro mercado editorial, nuestro mercado artístico, nuestro mercado cinematográfico se diversificarían y crecerían, cosa que, hasta donde entiendo, no le haría ningún mal al mercado y sí le haría mucho bien a los consumidores. La ley de la oferta y la demanda, que le dicen.



30.5.13

¿Y a ti quién te consume?

Un típico callejón peruano, como sabemos.
En su micro-columna de Perú 21, hecha de textos que parecen predigeridos para facilidad del lector haragán, Alfredo Ferrero (¿qué pasa con los Alfredos?) opina acerca del éxito de la película Asu mare y saca conclusiones que parecen implicar no sólo al cine sino a la vida humana en su conjunto, o al menos al mercado en su conjunto, que para Ferrero parecen ser la misma cosa.

Como muchos otros que de pronto han descubierto su afición al cine y ejercen subrepticiamente de comentaristas, Ferrero también elige hablar del éxito de la película, sin decir nada en absoluto sobre la película. Déjenme escapar de ese círculo haciendo constar mi opinión:  

Asu mare es un bodrio, un budín, que podría con todo derecho reclamar un espacio en la tele un sábado por la noche (y elevaría el nivel de cualquier canal peruano), pero que, en su sitial actual como la película que más peruanos han visto en una sala de cine, resulta poco menos que una vergüenza.

Pertenece al subgénero más rascuacho de la comedia cinematográfica: la comedia de chistes, que no llega nunca más lejos que sus propios chascarrillos, el espectro de cuyas ideas parte de lo ramplón para llegar a lo sonso y cuya solidez como unidad narrativa se sostiene únicamente en el hecho de que las pantallas de cine no tienen puerta de escape y nada se puede chorrear por sus costados.

Si nadie o casi nadie recuerda el nombre de su director eso se debe a que la película parece no tener un director, sino sólo un equipo de productores, uno que, además, podría haberse presentado en el set para filmar Asu mare de la misma manera en que podría haber filmado un comercial de zapatillas, un spot de Promperú o un espidosio de Yo soy. De hecho, la película fue hecha con el mismo tipo de criterio: después de focus groups y evaluaciones de qué cosa es lo que la gente quiere ver y de qué manera el material de Alcántara podía prestarse a los proyectos de sus publicistas.

La película es graciosa estrictamente cuando el último chiste ha sido gracioso pero se vuelve plana, torpe y aburrida en cualquier otro instante. Para ser una narración extremadamente simple, tiene un absurdo exceso de elementos: la yuxtaposición de los monólogos de Alcántara en su rutina de stand up comedy y los episodios representados --que son más ilustraciones de chistes que flashbacks de verdad-- ya es bastante agotadora y facilista, pero parece no haber sido suficiente: se le añade además esa melcocha insoportable, entre nostálgica y melancólica, que el espectador escucha como voz en off: Alcántara rindiéndole inagotables homenajes a su madre, enterneciéndose de sí mismo para que todos nos enternezcamos con él y dando lecciones morales de inconfundible buen corazón, que no hacen sino contar por segunda o tercera vez lo que la película ya dijo antes. Para que todo quede bien clarito.

Por supuesto, la película es biográfica porque la rutina cómica de Alcántara es autobiográfica, y por ello daría la impresión de que es injusto criticar la historia narrada: si así pasó, así pasó. Pero no es verdad, pues. La vida de Alcántara es una sola pero puede contarse de mil maneras, y la manera en que la película elige contarla es entre lamentable e indignante: es la historia del éxito de un muchacho destinado al fracaso, pero su éxito no consiste simplemente en haber escapado a la cultura del vicio y la costumbre del camino más fácil: de la manera en que la historia está estructurada, el éxito real consiste en que un chico de un barrio pobre se case con una chica de un colegio rico, que un mestizo con pinta de blanco se case con una rubia del San Silvestre a la que sólo ha visto una vez en toda su vida y que sólo le llamó la atención, inicialmente, por eso, por ser una rubia del San Silvestre.

Me pueden objetar que qué tiene de malo que una película narre un ejemplo de movilidad social, en un país como el Perú, que pide a gritos movilidad social. La respuesta es que eso no tendría nada de malo si Asu mare no insistiera profusamente en ser una película moralizante de la manera más predecible que es posible imaginar: una película hecha de constantes moralejas, que en cada escena pretende dejar un mensaje social, y cuya última gran moraleja parece ser: ¿sabes cuándo puedes estar seguro de que ya la hiciste? Cuando te casas con una niña bien y te transladas a su mundo, aunque, claro, no vayas a olvidar tus raíces (que en el caso de esta pelñicula son un callejón criollazo multirracial que parece diseñado para un spot de Marca Perú).

Entonces viene Alfredo Ferrero y dice:

"El éxito taquillero de Asu mare, que ha roto todos los récords de asistencia en la historia del Perú, demuestra que el cine local requiere afinar sus productos a gusto de los consumidores y no en base a cuotas de pantalla".

Para despejar el terreno, diré una vez más que yo estoy en contra de las cuotas de pantalla, así como estoy en contra del proyecto de ley que pretende obligar a las radios a que el 30% de la música que transmitan sea música peruana. Y mi objeción es la de cualquiera que esté genuinamente interesado más en la cultura que en el consumo (dos cosas que Ferrero sería incapaz de diferenciar): ninguna ley nos puede obligar a consumir algo que no queremos consumir y ninguna cultura está obligada a construirse como si el éxito comercial fuera su objetivo.

Los cineastas peruanos no "requieren" hacer películas afinadas al "gusto de los consumidores", así como Vallejo ne necesitó hacer un focus group para escribir Poemas humanos y Vargas Llosa no hizo un estudio de mercado para escribir Conversación en La Catedral, cuando Conversación en La Catedral era un libro insólito que no podía estar afinado al "gusto del consumidor" peruano por el simple hecho de que nadie había escrito un libro así jamás antes en el Perú ni en el mundo hispano en general. Y no sé si Alfredo Ferrero se siente en la capacidad de decirle a Vallejo cómo debió escribir, ni creo que Alfredo Ferrero tenga nada que enseñarle a Vargas Llosa, ni sobre cómo hacer literatura ni sobre cómo alcanzar el éxito.

Pero cientos de miles de peruanos han leído Conversación en La Catedral y probablemente millones de peruanos han leído y aprendido poemas de Vallejo, y no importa lo que el ejército de columnistas funestos de la prensa nacional diga, los peruanos están mejor porque esas personas escribieron esos textos sin preguntarse si serían éxitos comerciales y ahora esos textos son parte de nuestra cultura: la cultura no se expande mediante estudios de mercado; la expande la audacia de los creadores, no la minúscula visión de los "creativos" de agencia publicitaria. El "consumidor" ideal no sólo consume las cosas que le ponen en frente: hay además algo dentro de él que se va consumiendo cuando esas cosas son constantemente tonterías sin valor y sin fondo: los productos culturales que no nos ensanchan, indefectiblemente nos estrechan.

Dice Ferrero, pretendiendo explicar el fenómeno de Asu mare: "Cuando el producto tiene capacidad de convocatoria, se vende y la publicidad se acerca", olvidando el detalle de que el éxito de Asu mare no tiene tanto que ver con la publicidad que se haya acercado después, sino con la publicidad que se hizo antes. De hecho, la peculiaridad más evidente de Asu mare no es siquiera la de haber sido un producto comercial "bien manejado" desde el punto de vista publicitario sino el de ser un producto publicitario en sí mismo: hecho por creativos publicitarios, filmado con los códigos del spot y la estética del comercial telvisivo, escrito y dirigido a partir de estudios de mercado. Asu mare no tiene una campaña publicitaria: es una campaña publicitaria. Asu mare no cuenta una historia: vende la historia de Carlos Alcántara.

Más divertido es cuando Ferrero pontifica acerca de las razones del éxito de la película, porque lo que hace es un ejemplo perfecto de razonamiento circular: "Esta película ha roto el mito de que hay un complot contra los productos nacionales", dice primero, como el policía incompetente que muestra a un hombre libre y declara que su existencia prueba que nunca nadie ha sido secuestrado. De inmediato anota que, simplemente, los filmes nacionales "se difunden cuando son buenos", con lo cual no sólo afirma que Asu mare es una buena película, sin haber dado hasta ese momento otra razón que el éxito que ha obtenido, sino que hace una cosa inmensamente más asombrosa: afirma que básicamente todas las demás películas peruanas son malas, porque, si hubieran sido buenas, hubieran tenido el éxito de Asu mare.

En la escala de Ferrero, que es la escala del gusto comercial peruano, Condorito es mejor Kafka. No debemos olvidar eso, porque ese dato nos da la clave de cómo debemos tomar sus opiniones.

Luego, Ferrero recurre al truco de la sabiduría popular: "Además, el consumidor sabe lo que le gusta, aquí también funciona la oferta y la demanda". El círculo queda claro: según Ferrero, lo bueno tiene éxito, lo que tiene éxito lo tiene porque le gusta a la gente, por lo tanto, lo que le gusta a la gente es necesariamente bueno. Por supuesto, uno puede argumentar que a "la gente", en el Perú, también le gustan otras cosas, como hacer trampa, violar la ley, comprar productos piratas, no entregar factura, coimear policías, votar por expresidentes asesinos, pedir la libertar de delincuentes que han cometido delitos contra la humanidad, celebrar la pendejada de todos los pendejos, etc. ¿Cuál es exactamente el ensalmo misterioso que hace que esa misma gente sepa decidir con invariable acierto qué cosa es una buena película y qué cosa no?

Quiero hacer una pregunta (la pregunta que ningún falso liberal quiere jamás responder y que a los publicistas se les atora en el tímpano cuando la escuchan): si la gente siempre sabe y nunca se equivoca, si cada triunfo comercial es un plebiscito inapelable sobre la calidad del producto que se vende: ¿entonces para qué sirve la publicidad? ¿No será que los publicistas piensan que pueden engañar a los consumidores y hacerles comprar un producto cuando el mejor es otro o, quizás, cuando lo mejor es simplemente no comprar? Por supuesto que así es: la publicidad es la forma en que el mercado ha institucionalizado el arte de engañar. Y el último gran engaño de la publicidad peruana es hacerle creer al público de Asu mare que Asu mare es una película y no un largo e innecesario comercial televisivo en pantalla gigante. Pensar que antes la gente calculaba llegar al cine cuando hubieran terminado los comerciales.

"Incluso en su estreno, Asu mare tuvo más espectadores que la saga Crepúsculo, la cual era líder en todo el país", dice Ferrero, que en sólo un párrafo se las arregla para proponer dos o tres ideas y regalarnos los mejores contraejemplos, porque, como es evidente, si Asu mare tuvo el éxito que tuvo "incluso en su estreno", eso no podía de ninguna manera deberse a que la pelícual fuera buena, sino a que la campaña era efectiva.

Como hace notar Iván Thays, lo más atroz del artículo de Ferrero viene al final, cuando, quizá tratando de demostrar que él no es un neo-con a rajatabla ni uno de esos seres que la izquierda llama "neoliberales salvajes", propone: "esto no impide que el Estado tenga una política de promoción de la cultura, del artista nacional y de lo nuestro".

Gracias, pero no gracias, señor Ferrero. Por supuesto que el Estado debe tener políticas de promoción cultural, pero si el Estado parte de la estúpida idea de que sólo lo que el público demanda es bueno y que cualquier cosa que tenga éxito es positiva, entonces corremos el riesgo de que el Estado comience a promover basura, exterminando lo poco que queda de las artes y las letras y la intelectualidad en el Perú.

¿Qué músicos debería promover el Estado? Obviamente la Orquesta Sinfónica Nacional no pega tanto como Susy Díaz. ¿Y en danza? Cualquier imitador de los Wachiturros será preferible al Ballet Nacional. ¿Qué cursos habrá que dictar en los colegios? Matemáticas ya fue, creo yo. ¿Qué libros adquirir para la Biblioteca Nacional? Con 50 sombras de Grey basta y sobra. Ah perdón, eso no es peruano: entonces nada, pues. Porque, en el Perú, un país con niveles de lectoría y comprensión de lectura comparables con los del África subsahariana, la voz del pueblo ya habló: leer no es bueno. ¡Si al menos eso nos salvara de leer a Alfredo Ferrero!


25.5.13

País de ventrílocuos: sobre la ley de la comida chatarra

¿Qué pienso sobre la ley de la comida chatarra? Mientras que todas las agencias de publicidad del mundo depuran el arte de manipular la mente, los gustos y los deseos de los niños, una masa alucinada de padres de familia dice que ponerle límites a esa manipulación es violar sus libertades. Y los medios de comunicación (que pierden dinero con la ley) corren donde los publicistas (que pierden dinero con la ley) para preguntarles a ellos si la ley es buena o mala y si la comida chatarra es o no perniciosa para la salud de los niños. Así es: los periodistas les preguntan eso a los publicistas en vez de preguntárselo a los médicos y a los nutricionistas. ¿Por qué creen que pasa eso? ¿Y en qué momento de estupidez la gente empezó a creer que nuestra libertad de información consiste en escuchar publicidad pagada por corporaciones y mercachifles? ¿Cuándo fue la última vez que vieron un comercial de hamburguesas donde les dieran alguna información valiosa y veraz acerca de qué comen cuando comen una hamburguesa? Permítanme decir, con mi experiencia de muchos años como profesor de publicidad: la publicidad no es información, es desinformación; la libertad de desinformación no es algo que valga la pena defender y nuestra libertad de elegir no existe cuando se basa en desinformación. Les voy a decir qué cosa es lo que me molesta a mí de todo este lío: la ley dice, al pie de la letra, que quienes quieran vender comida chatarra no pueden publicitarla mediante datos falsos; dice que tienen que ser transparentes acerca de qué productos contiene esa comida y las consecuencias que la ingesta repetida de esos productos tiene sobre el organismo. Es decir, la ley dice que no nos deben mentir. Y entonces la gente se indigna con la ley porque vulnera su libertad de información. Porque creen que mentir e informar es lo mismo. No sé, probablemente se les ha congestionado de colesterol el cerebro o de pronto todos hablan por el estómago en este país de ventrilocuos y marionetas.

5.5.13

El escritor que no lee

Pedro Suárez Vértiz está pasando por un episodio lamentable en su vida. A mí, que nunca me ha gustado ni me ha llamado la atención su música, él siempre me ha parecido, sin embargo, una buena persona y creo, además, que tiene tanto derecho como cualquier otro artista a buscar todos los vehículos de expresión que desee, incluyendo, por supuesto, los libros.

Y Suárez Vértiz, en efecto, anuncia para la próxima Feria del Libro de Lima el lanzamiento de su primera obra. Sobra decir que no he leído el libro y que por tanto nada puedo opinar sobre él. Si tiene algún parecido con las columnas que publica en la revista Somos, sospecho que tampoco después de que sea publicado tendré cómo opinar, porque probablemente no lo lea.

Lo que sí he leído, un poco a destiempo, son las cosas que ha escrito en su cuenta de Facebook a propósito de su ingreso en el mundo de la escritura:

"Ojalá tengan la paciencia que yo no tengo para leer. Siempre he picoteado los libros porque no puedo mantener la concentración por más de 4 páginas, quizás así lo haga, como un libro para distraídos como yo. No me ha ido mal obteniendo lo esencial de los libros pellizcándolos por partes sin el tedio de leerlos de cabo a rabo. Voy a pensar mucho en la gente como yo para poder brindar un libro cómodo, aportador y sobretodo espontáneo, que creo es lo que todos esperan".

Pedro Suárez Vértiz sin duda va a ser un personaje original en el mundo de los escritores. Porque en ese mundo hay unos que viven de leerse fanáticamente a sí mismos y a sus amigos más próximos, otros que leen sólo a escritores contemporáneos, otros que leen únicamente a los clásicos, otros más que releen mil veces a un puñado de autores queridos y no buscan nunca nada nuevo, otros que leen lo que no les gusta (para destruirlo), otros tantos que leen por mera diversión, unos que leen para sufrir, otros que leen nada más lo que alguien les recomienda, muchos que leen tan sólo lo que anda de moda, pocos que leen exclusivamente libros que hayan pasado de moda, otros que agotan todos los libros de un autor antes de pasar a uno más, algunos que leen diez libros a la vez, omnímodamente, vorazmente, otros que leen lo que se parece a lo que ellos escriben, unos que leen sólo lo que no se parece a ellos en lo más mínimo, varios que leen para copiar y otros que leen para decir que leyeron.

Pero Pedro Suárez Vértiz va a ser el primero que no lee. O que no lee nunca más de cuatro páginas, y que sin embargo cree que, en virtud de no se sabe qué poder mágico, entiende lo esencial de los libros con solo pasar sus manos por encima de ellos y fijar la vista en dos o tres párrafos. Va a ser el primer escritor en decir, como ha dicho, que, en general, leer es tedioso.

Hace poco tuvimos a un alcalde de Trujillo, rector universitario, inaugurando una Feria del Libro con un anuncio semejante: "yo nunca leo libros". Ahora, nos espera una nueva feria en la que el autor estrella parece defender el arte de la no-lectura. Quienes deberían promover la lectura parecen menospreciarla o ser incapaces de entender su importancia. Las instituciones que organizan estos eventos, por su parte, cada cierto tiempo opinan acerca de la muerte del libro en su lucha contra el libro electrónico o contra las tablets o contra los blogs o contra la costumbre de los posts de las redes sociales.

Pero la verdad es que ninguna de esas cosas está matando al libro, y sobre todo, ninguna de esas cosas está matando la lectura (que es un fenómeno mayor y más relevante). La lectura no muere cuando se encuentran nuevos soportes para hacerla llegar al lector: la lectura muere cuando los libros (y sus sucedáneos) no se abren, cuando se dice específicamente que no hace falta leer para triunfar en la vida. Y sobre todo cuando se dice que no hace falta leer ni siquiera para escribir.

JAVIER DIEZ CANSECO, EL DEMONIO Y SU MÉTODO

In memoriam

Una vez, sería por el año 1998, fui a comer con unos amigos al Agua Viva, ese restaurant de monjitas que hay en el Centro de Lima y que ahora Cipriani quiere desaparecer. Íbamos siempre porque estaba cerca de El Comercio, donde trabajábamos, porque se comía bien y porque las monjitas, vestidas con trajes tradicionales de sus países de origen (eran africanas, la mayoría, algunas asiáticas), resultaban realmente encantadoras.

Todo era siempre muy pacífico, un poquito monacal, y por eso fue doblemente insólito el momento, esa tarde, en que una mujer, en una mesa cercana, comenzó a dar de gritos, gritos ahogados, pero gritos, rasguñando el mantel y poniéndose de pie con dificultad. Luego vimos que, detrás de la mujer, estaba Javier Diez Canseco, dándole unos golpes brutales por la espalda.

Alguien se paró para detener al agresor (en la imaginación de buena parte de los limeños, Javier Diez Canseco era el demonio y siempre era el agresor). Antes de que el valeroso voluntario pudiera poner sus manos sobre Diez Canseco, una esquirla de hueso de pollo salió volando por entre los labios de la mujer en dirección a la mesa. Ella se volteó hacia Diez Canseco y, apenas pudo hablar de nuevo, le dio las gracias con efusividad. Al parecer, él no era ningún experto en la maniobra Heimlich, pero se las arregló para salvarle la vida a su compañera de mesa.

Cuando yo era chico, los adultos de mi mundo detestaban a Javier Diez Canseco. Los asustaba, les daba un poco de miedo, a veces bastante. En las últimas dos o tres elecciones legislativas, varias de esas personas votaron por él. No es sólo que ellos crecieron con el tiempo y sus horizontes se abrieron; es que la imagen de él creció dentro de esas personas, más aun cuando lo compararon con esos políticos atrabiliarios e impresentables que se multiplicaron en los últimos veinte años. No era tampoco que de pronto ellos se hubieran vuelto comunistas o radicales: es que se dieron cuenta de que, aunque no les cuadraran mucho los métodos de Diez Canseco, sus intenciones eran las mejores, y eso no era poco.

Yo nunca llegué a votar por Javier Diez Canseco, pero siempre me pareció bien que estuviera en el Congreso y en la esfera pública, incluso en esos tiempos cuando era el demonio encarnado: al lado de los demonios de verdad, que vinieron después, y que resultaron, además, ser unos demonios viles de opereta, quedó claro que Diez Canseco no era más que un simple ser humano, consciente, solidario, coherente, que sentía amor por los más pobres, una de esas personas que faltan en nuestra política y que a partir de hoy faltarán mucho, mucho más.