23.4.13

Llámenme comunista

El primer gobierno que recuerdo, aunque lo recuerdo a pedacitos, imágenes vistas en la tele, filas de generales que parecían porteros de hotel rodeando a otro general que parecía periodista deportivo y frases dichas en quechua al principio y al final de cada noticiario, es el gobierno de Velasco.

Como solía ocurrir con las familias de ese tiempo, con las familias que yo conocía, por lo menos, la mía estaba sobresaltada por algo que tenía que ver con que el gobierno iba a robarnos no sé que tierras (que no teníamos) para dárselas a otras personas que sólo tenían en común con nosotros el hecho de que tampoco tenían tierras, pero que, a difrencia de nosotros, vivían y trabajaban en esas tierras que no tenían, a cambio de lo que todo el mundo (en mi mundo) llamaba "un trato humano", algo que, por algún motivo, parecía no ser suficiente para esas personas. Por cierto, teníamos un par de tíos a los que sí les habían quitado tierras pero ellos, curiosamente, hablaban más de fútbol que de ese otro tema y después montaron una industria y parece que todo bien.

A Velasco le decían comunista y, por supuesto, yo le decía comunista a él y, en general, a toda la gente que me caía mal, que era medio mundo. Algo así como lo que hace Aldo Mariátegui sólo que yo tenía seis o siete años y tengo la excusa, por lo tanto de haber sido un niño y no un adulto infantil (toma, mientras). El asunto cambió con el gobierno siguiente, que fue una cosa menos abstracta para mí, más entendible, primero que todo porque ya no era tan chico (tenía ocho años cuando comenzó), y también porque tenía un vecino de mi edad que me llevaba a ver jugar tenis a su abuelito y resulta que el abuelito era el general Morales Bermúdez, presidente de la República, contra quien jugué una vez una partida de dobles. (Gané: fue el único partido de tenis de mi vida: 1-0).

Cuando pasé a secundaria, vinieron las elecciones para la Asamblea Constituyente (Morales Bermúdez resultó ser un general golpista del sector de los golpistas demócratas) y durante esa campaña apareció un elenco interminable de individuos de los que yo jamás había escuchado hablar, excepto por Luis Alberto Sánchez, Luis Bedoya Reyes y Víctor Raúl Haya de la Torre (¡miércoles, acabo de recordar que mi abuelita era aprista!), pero que todos los adultos parecían conocer de toda la vida. Entre ellos, una vez más, estaban los malditos comunistas.

En secundaria la cosa no cambió mucho: jugábamos a la guerra (colegio de hombres) y los malos eran los comunistas, como en las películas de la Guerra Fría, pero los buenos eran los alemanes, lo que implica no sólo un anacronismo, sino también la comprobación de que los niños tienen en general un sistema de valores bien hasta las patas. Cuando jugábamos fútbol, los malos eran la Unión Soviética, obviamente, y los buenos, otra vez, los alemanes, pero ahí sí la cosa tenía más sentido.

El gran cambio (no es ironía) vino en la universidad, un mundo extraño donde a los comunistas uno los llamaba comunistas en sus caras peladas y no se ofendían los desgraciados. Para hacer las cosas todavía peores, me hice amigo de varios. Para hacer las cosas peores, conservo la amistad de todos. Cuando entré a la Católica todavía era pepecista (el Tucán era divertido, ésa era la razón más consistente) pero ya para cuando salí alguna bacteria extraña me había intoxicado y noté, como quien se encuentra un bulto en la nuca, que me estaba volviendo de izquierda.

Por supuesto, nunca he sido comunista, excepto en mi sentido libre personal de la palabra comunista, que yo hago derivar no de comuna sino de sentido común. Imagino que eso es lo que Aldo Mariátegui, cuando está creativo y no quiere usar el término comunista, llama ser un caviar: alguien que se descubre de pronto a la izquierda por tres razones: (1) por sentido común; (2) porque la mayor parte de los demás se han corrido en masa hacia la derecha; y (3) porque, maldita sea, parece que ahora hay que ser de izquierda para tener un mínimo de solidaridad y cariño por el prójimo.


Porque -díganme si no es verdad- es puro sentido común pensar que un país construido sobre la base de un imperio despótico, belicoso, usurpador y esclavista, como fue el imperio incaico, y después sobre la base de otro imperio despótico, belicoso, usurpador y esclavista, como lo fue el imperio español, y construido además sobre la base de un periodo colonial inhumano y criminal y sobre la herencia que ese periodo dejó en la república, un país en que, todavía en el siglo veinte, se sujetaba a los indígenas en la selva, con gruesas cadenas enmarañadas al cuello y al pecho, para que trabajaran en la explotación de los recursos naturales que otros encontraban en los lugares donde ellos vivían, un país donde, hoy, en el siglo veintiuno, se sigue considerando que los habitantes de un lugar no tienen derecho a opinar acerca de cómo el gobierno vende, regala, da en concesión o reparte caprichosamente las tierras que han sido de ellos durante siglos, díganme, repito, si no es puro sentido común pensar que ya hace rato ha llegado la hora de que seamos solidarios con esa gente, los tratemos en verdad como iguales a los demás, invirtamos el dinero del Estado en garantizar que tengan en la realidad las cosas que la Constitución les garantiza sobre el papel, en fin, que todos los peruanos seamos peruanos de la misma manera.

Y si para ser considerado caviar o ser considerado, incluso, un comunista, basta, en el Perú de hoy, con pensar que todos deben tener los mismos accesos y las mismas posibilidades que yo, los mismos derechos, las mismas libertades, las mismas obligaciones, entonces no hay problema, llámenme así o llámenme como quieran. Porque yo sé que mi posición es la correcta: es moralmente correcta, que es algo más importante que ser correcta como posición política: de hecho, ni siquiera hay que asumir una misma posición política para creer que es lo correcto, moralmente. Sólo hay dos requisitos para asumir esa verdad: hay que tener sentido común y hay que tener el corazón en el lado correcto del pecho. Es fácil: hay que dejarse de vivir como una mónada y hay que dejarse de ser hipócritas y egoístas.

3 comentarios:

Luis Davelouis dijo...

Una pizca de solidaridad, de empatía, de consideración por los derechos del prójimo, bastan para ser considerado caviar, rojo, socialistón o comunista. En el extremo, eso de que cada uno baila con su pañuelo, termina siendo autodestructivo. Pero en fin, seré rojo pues, porque pienso que todos deberíamos tener acceso a oportunidades similares y ser tratados de la misma manera por nuestros semejantes pero, sobre todo, por la ley.

Anónimo dijo...

Todo bacan, pero el tema no es lo que indicas. Hay no comunistas y no izquierdistas que también se indignan ante la injusticia. El problema es cuál es el camino para que esas injusticias dejen de serlo. Ahí viene la diferencia con los comunistas. Yoani Sánchez la tiene más clara: luchar contra la injusticia no te justifica a eliminar las libertades. El problema es el camino. La vida no es como el verso de Delgado, un camino equivocado no siempre es un camino. Miguel Torres.

Anónimo dijo...

Creo que lo que nos pasó con tantas décadas de miseria en el Perú (o siglos porque es un país malparido de hecho) es que perdimos nuestra honestidad y capacidad de empatía. Y si recuperarla es ser comunista, pues venga!! El camino es puro sentido común, nada más.