
Mi lista tiene mayorías involuntarias, condicionadas por mis elecciones, mis aficiones y los accidentes de mi vida: muchos americanos, muchos judíos, mucha gente de la izquierda progresista, pero también hay conservadores e incluso reaccionarios y hasta monárquicos. Lo interesante es que la mayor parte son humoristas que no evadieron la responsabilidad de hablar sobre los temas claves de su tiempo y su sociedad.
Groucho Marx habló sobre el aristocratismo americano, su gregarismo arbitrario; Chaplin sobre el totalitarismo fascista; Allen sobre los límites de la liberación sexual; Jarmusch, como Burton, Lynch y los hermanos Cohen, acerca de la soledad autárquica de la sociedad norteamericana; los Cohen, además, sobre las raíces del racismo sureño; Dürrenmatt, como Grosz, sobre el totalitarismo alemán; Grosz, además, sobre el antisemitismo populista polaco; Els Joglars sobre la represión moral del franquismo; Borges sobre la invasión del control estatal en las vidas privadas; Ibargüengoitia sobre la vileza del priísmo en México y los fracasos de la revolución; Cabrera Infante sobre los fracasos de otra revolución; Dalí sobre las negaciones de nuestra sexualidad; Marcos López sobre el endiosamiento del consumo, etc.
Es difícil pensar en una instancia en que cualquiera de ellos haya necesitado del prejuicio, la vileza, la violencia discursiva o la pura agresión desembozada para hacer entender sus críticas. Cualquiera de ellos defendería la libertad de los artistas en geeral y la libertad de los humoristas en particular para hablar de cualquier tema sin limitaciones. Pero está claro que ellos entendieron que no imponer limitaciones no es lo mismo que no reconocer las limitaciones que existen ya en el tiempo de uno, en la sociedad de uno, y las limitaciones que la historia irá levantando a medida que reconozca que, en efecto, hablar de todos los temas no es lo mismo que disparar en todas direcciones, sin distinguir qué blanco es legítimo y qué blanco no lo es.
El humor no es un género ni un arte sino una forma de encarar un género y un arte. Es una forma crítica, cuyo objetivo principal es liberar un saber escondido, hacer evidente uno que está oculto, y hacerlo a través de un cierto inventario de armas posibles: la ironía, la caricatura, el sarcasmo, la parodia, etc. No es casual que todos esos términos tengan una carga negativa: uno es irónico, sarcástico, paródico o caricaturizador contra algo o contra alguien, no a favor. El humor más agudo suele ser humor al ataque. Por eso es imposible ser un gran humorista sin ser criterioso, racional e inteligente: porque tener un arma en la mano, disparar constantemente y no herir a los inocentes es un trabajo difícil.
¿En qué situaciones de la vida cotidiana uno quiere ser irónico o sarcástico o caricaturesco o paródico? Digamos: si yo presencio alguna forma de abuso y lo reconozco como tal, ¿contra quién querré usar la ironía? ¿Contra la víctima o contra el victimario? La respuesta, juzgando por lo que he dicho antes, parece obvia: contra el victimario. Sin embargo, como sabemos todos, una buena parte del humor que nos rodea es agresivo contra las víctimas. Yo creo que ese es humor malgastado, desencaminado, sin sentido, inútil, o peor aun: humor que sólo es útil para hacer más daño.
El humor contra el victimario es esencialmente rebelde, contestatario, se mete con los que tienen la sartén por el mango y les dice sus verdades. El humor contra la víctima es reaccionario, prefiere el status quo, es abusivo, se mete con los agraviados y repite el agravio, su fin es, estrictamente hablando, una defensa del mal, su objetivo es que todo lo que está mal en una sociedad siga estando mal para siempre.
El humor peruano es mayoritariamente de ese segundo tipo. Como instrumento social ha existido siempre. Como la ironía y el sarcasmo necesitan demasiadas operaciones mentales, el humor peruano se centra en la parodia y la caricatura, pero rara vez se da el trabajo de mostrar qué ridículo es ser racista, qué estúpido es ser homofóbico, qué embécil es ser sexista, qué primitivo es ser discriminador, qué facilista es ser xenofóbico.
Sería muy sencillo caricaturizar a ese sujeto cargado de prejuicios que todos conocemos en el Perú: el machista acomplejado, el tipo que vive reformulando su genealogía, el que se blanquea por deber y por conveniencia, el que añora un pasado inexistente, el que se siente acosado por la invasión de las migraciones provincianas, el que necesita afirmar su virilidad con cada palabra, el que le reza a la virgen para que su hijo tenga ojos azules, el que repasa las secciones sociales de las revistas a ver si una foto suya se coló entre las fotos del jet set. Sería muy sencillo caricaturizar a ese sujeto porque él es ya una caricatura andante, una caricatura de sí mismo deformada por los rasgos de la persona que le gustaría ser.
Pero aun más fácil es no meterse con él y empecinarse en caricaturizar a la chola, al cholo, al negro, al zambo, al migrante, a la empleada doméstica, reafirmando prejuicios heredados, porque, cuando el humorista mediocre hace eso, no tiene necesidad de pensar; sólo tiene que absorber prejuicios ajenos y dejar salir los propios, nunca cuestionarlos, sólo empujarlos un poco más allá, para que sean más ofensivos.
Porque la risa en el Perú de hoy no se gana con la valentía de la crítica contra el que ejerce el poder, sino que se gana nerviosamente, con un vergonzoso chantaje enterrado, sometiendo a los espectadores a una especie de examen de identidad: si mi chiste racista no te causa gracia, quizá sea porque tú eres un zambito, un negrito, un cholito, una serranita, ¿lo eres o no lo eres? Si no lo eres, ríete, pues. De otra manera eres sospechoso. ¿Mis chistes homofóbicos no te dan risa? Uhm. Qué cosa esconderás.
Claro que los humoristas tienen derecho al humor. Los peruanos también tenemos, con límites obvios y cumpliendo ciertos requisitos, derecho a portar armas, y si llevamos legalmente un arma, podemos usarla en ciertos casos, ante el riesgo de vida, ante una agresión que podamos responder equivalentemente. Pero si uno ve un crimen en la calle, no usa su arma para colaborar con el ladrón, para acribillar a la víctima, para que el delito se lleve a cabo más eficientemente. En el Perú, los crímenes de odio suceden diariamente -femicidios, ataques contra homosexuales, violencia doméstica, segregaciones racistas, etc-. Los humoristas portan un arma todo el tiempo. Ellos deben elegir si la van a usar contra el que comete el crimen o contra su víctima. Y si eligen atacar a la víctima, se vuelven victimarios. Entender eso no debería ser difícil.
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