
Los limeños que alguna vez hayan acudido al restaurant Agua Viva, L'Eau Vive, en el jirón Ucayali del centro de Lima, recordarán a algunas de ellas: mujeres de diversos países, sobre todo de países pobres, ataviadas con la ropa de sus lugares de origen, que sirven platos simples en un local muy bello pero exento de lujos, con una sonrisa permanente en los labios y que por la noche entonan himnos católicos a los que invitan a unirse a los concurrentes.
El lugar donde funciona el restaurant le pertenece a la Iglesia Católica. Cuando ellas lo tomaron estaba envejecido y ellas mismas lo refaccionaron. Tradicionalmente, en vista de que los fondos recaudados por el restaurant sirven para obras de beneficencia, el precio de ese alquiler ha sido módico y los precios de los platos se mantienen bajos porque, por las mismas razones, las autoridades peruanas exceptúan a las Trabajadoras Misioneras de la Immaculada Concepción de ciertos impuestos (obviamente, están registradas en el Perú como una asociación religiosa, no como una entidad con fines de lucro).
Pero ahora se les ha cruzado en el camino el mismo monstruito habitual que atenta contra todo aquello que tenga de bueno la Iglesia Católica en el Perú: el cardenal Juan Luis Cipriani, que les ha colocado, unilateralmente, sin aviso previo, la exigencia de pagar 10 mil soles mensuales de alquiler (según unas versiones; según otras son 10 mil dólares).
No falta el abogado del diablo (que defiende obviamente a Cipriani) que justifica esa medida sosteniendo que el Agua Viva es un restaurant para ricos. Vayan ustedes a entender cuál es la lógica de eso: no es que la obra de caridad sirva a los clientes del restaurant: es que lo recaudado va para gente que lo necesita realmente.
Yo por mi parte debo decir que en los tiempos en que era un simple redactor de El Comercio almorzaba allí, con mi sueldo de principiante, dos o tres veces por semana, y que conmigo iban incluso practicantes: los menús del día del Agua Viva no eran cosa de ricos y, hasta donde tengo entendido, no lo son ahora tampoco.
Si alguien me explica cuál es la lógica de que un jefe de la Iglesia amenace con desalojar de un predio de la institución a una asociación misionera que sin la menor duda ha demostrado un amor por el prójimo y una vocación de servicio que él mismo jamás ha tenido, juro que haré un intento por comprender.